La ciega xenofobia y la renuncia a nuestros valores son las amenazas más graves alimentadas por una falsa cultura (…) La tarde cae dos veces en el ocaso de Occidente; el ocaso de la civilización se produce en el mismo nombre de la tierra donde cae, el Occidente, Abendland, como se dice en alemán, el País del Anochecer (…)
Claudio Magris(1 )
A la luz de los acontecimientos recientes, ¿conviene seguir hablando de un 'shock externo' al referirnos al coronavirus? ¿Son sus impactos, atribuibles a sus capacidades destructivas, los que explican la caída en recesión de la economía mundial y el declive pronunciado de grandes y pequeñas economías nacionales? ¿Es posible que su rareza explique sus implicaciones múltiples?
La tentación de hacer lo anterior, sobre todo para quienes buscan maneras de evadir responsabilidades, no encuentra descanso. En la política, en la economía, y más allá.
Sin embargo, los días pasan y esa no parece ser la mejor ruta para aprehender las complejidades del fenómeno, menos para poder encarar sus peores aristas e implicaciones negativas. Tampoco para figurar políticas y acciones públicas que estén a la altura del magno desafío planteado por esta crisis de dos cabezas y más de cuatro pies.
La impertinente globalidad, tan celebrada como ha sido; tan ignorada como lo es ahora, se entromete hasta en los más nimios asuntos, públicos y privados, para plantear peliagudos dilemas apenas intuidos en los primeros años de 'hiperglobalización' y sometidos a las inclemencias verbales, conceptuales y políticas que acompañan a la primera gran reacción global contra la globalización, en Europa y Estados Unidos desde luego, pero también por estos lares.
Sin asumir la profundidad y extensión de la interdependencia global en la que estamos, por ejemplo, resulta imposible entender la velocidad con que el virus se dispersó y su sorprendente afectación de los espacios aparentemente más distantes de su origen. Tampoco estaríamos hablando hoy de la inminencia de una crisis económica provocada por el brote, si la estructura espacio-tiempo fuese la que privaba incluso al empezar el siglo.
Asumir la globalidad como un proceso que además de complejo es multidimensional, resulta ser apenas el principio. Porque frente a las obvias asimetrías y distorsiones del proceso, que ahora se nos presentan en toda su crudeza, está la enorme dificultad que afronta cualquier iniciativa para actuar conjuntamente, actualizar el multilateralismo y extender la noción de solidaridad a los 'otros', nada distantes, pero sí diferenciados en cuanto a sus capacidades de reacción y defensa en condiciones hostiles sobre las cuales poco o nada pudieron decir, como son las cuarentenas o los cierres fronterizos.
De otro lado, se impone asumir la importancia, en casos determinante, de la 'matriz' institucional receptora de dichos impactos. Es ahí donde se procesan, se otorga o se niega sentido y donde se pone a prueba la fortaleza o debilidad de las economías políticas nacionales, pero inscritas fuertemente en el magma mayor de una globalización que no encuentra sentido, menos orden. Esta será, por cierto, prueba de ácido o de 'Dios' que nuestra formación social, la economía y el Estado, habrán de pasar una vez que la crisis económica se despliegue y emulsione con la derivada del brote sanitario, vuelto pandemia inapelable en estos días.
Entre el Día que Paralizaron la Tierra y Blade Runner y, desde luego, la Guerra de los Mundos, donde la humanidad es salvada por los virus, hay muchas metáforas a usar aunque ninguna esté a la orden. En cambio, lo que no encontramos por ningún lado es su equivalente en el mundo de la política y los Estados; la ciencia y la cultura y los negocios.
Imágenes hay de sobra, como las de Henry Fonda en Grapes of Wrath debida a John Ford, o las muchas de Casa Blanca que hoy nos dicen que no hay tal refugio ni Ingrid que nos consuele. Al final, lo que queda es la vaga sensación de haber vivido todo esto para concluir que no sabemos por dónde y hasta dónde nos va a llevar este remolino: guerra mundial a cámara lenta; destrucción furibunda del intercambio entre las naciones; demolición de las instituciones para la paz, el desarrollo y el cuidado de la gente inventadas después de la terrible Segunda Guerra, para que "nunca más volviera a ocurrir".
Con la crisis económica que todo el mundo empieza a ver como inminente, pero también como 'exógena', puede terminar este apresurado ciclo de negación de la realidad, neciamente entendida como fenómeno natural y por tanto fatal, incorregible. 'Ahí viene el virus'; 'ahí viene la crisis económica'. Sombras y nubes negras, tornados y huracanes que se ciernen sobre esta pobre humanidad desprotegida y desposeída, inerme ante unas calamidades de las que nadie es responsable.
Ni el impacto del virus, menos la crisis económica que se desliza, son ajenas a la acción y el entendimiento humano; tampoco separables de los juegos y decisiones del poder, de los poderes, locales y ahora globales que quisieron cambiar el mundo según sus particulares y ávidos designios y llevaron a la globalidad al borde de la autodestrucción, una que no puede dejar incólumes las instituciones, capacidades y potencialidades construidas a lo largo de los últimos dos siglos. Siempre de cara a una adversidad que las propias obsesiones de los poderosos, fruto de soberbia sin control, menospreciaron sin tomar nota de las enseñanzas que portaba.
Recuperar a la adversidad como maestra; reconocer la realidad como condición de un conocimiento socialmente comprometido y políticamente eficaz es el gran reto de un momento que se nos va entre las manos, entre las dudas y las increíbles presunciones.
No se puede, no se debe, seguir en una negación obtusa de la realidad para luego ofrecer como placebo misceláneas de política económica y erráticas instrucciones para el cuidado. Así resulta imposible hacer y pensar en la política. Única estampita a la que podemos acogernos.
(1) Claudio Magris, Occidente, víctima de su propia vileza', El mundo, 12/03/20.