Rolando Cordera Campos

La desigualdad: el verdadero enemigo

Sin poner cara a la desigualdad, otrora rampante y ahora galopante, no habrá recomposición global desde el centro ni sus periferias.

El verdadero espectro que recorre el mundo es la desigualdad. Y ahora sí, sin excepciones. No es el enemigo que el patético presidente chileno se ha inventado para edulcorar sus inepcias, sino la expresión dura y seca de las malformaciones a que llegó el capitalismo global financiarizado y que la Gran Recesión de 2008 magnificara.

Se trata, como advirtió con claridad el presidente Obama, de la "cuestión decisiva de nuestro tiempo". Como años antes, ante la toma y batalla de Seattle advirtieran el entonces presidente Clinton y quien presidía el Banco Mundial en esos años. Pocos escucharon las preocupaciones del presidente estadounidense, menos aún entendieron, pero el sitio mismo de Davos y otras batallas como la de Génova confirmaron la advertencia.

Luego vino la gran caída y emergieron los enojados e indignados, los ocupantes de Wall Street y los muchos encontronazos en Madrid y Oakland, hasta desmadejarse en la enorme y devastadora crisis inmobiliaria en España o Estados Unidos, el austericidio en la Unión Europea, el sacrificio poco ritual en Grecia y demás. No pudimos mantenernos aislados ni ajenos a esas y otras convulsiones telúricas. Nuestra economía industrial exportadora y moderna se desplomó y arrastró al conjunto de la actividad económica, mientras el desempleo abierto irrumpía como tifón y la criminalidad, predominantemente juvenil, asolaba los nuevos territorios de la industrialización exportadora.

Gracias a Obama y Bernanke el drama no devino en tragedia depresiva, pero la recuperación, si acaso así se le puede llamar, ha quedado rezagada ante el cúmulo de carencias e insatisfacciones. Y es desde aquí, que lo decisivo de la cuestión distributiva reclama con furia y fuerza su centralidad. No habrá vuelta a la normalidad, menos la recreación de una circunstancia favorable al pensamiento renovador dirigido a superar una globalización hecha girones, si los poderes y las sociedades no afrontan este reto que podría probarse en efecto decisivo, pero para la conservación y reproducción del sistema en su conjunto.

En América del Sur se llegó a presumir la probabilidad de un desacoplamiento de las tendencias al estancamiento e incluso, la posibilidad de posponer la cita con este espectro fulminante de nuestro tiempo, gracias a los conductos descubiertos durante el auge chino y otras avenidas posibles. Pero no fue así y ahora tenemos no sólo al orgulloso y bien portado Chile, alumno de la globalización a ultranza, sino a Ecuador con todo y su absurdo presidente justiciero y perseguidor y, desde luego, a Argentina que se acerca a otro encontronazo entre peronistas y anti peronistas, y Brasil que vive los peores tiempo imaginables de una regresión prohijada por la avidez oligárquica y la arrogancia de arcanos demócratas pretendidamente sociales.

Sin poner cara a la desigualdad, otrora rampante y ahora galopante, no habrá recomposición global desde el centro ni sus periferias. Sólo haciéndonos cargo de este esperpento podrá explorarse otro curso para un desarrollo que, sin renunciar a su mundialización, asume con claridad y coraje la necesidad vital de domesticarla a través de democracias ampliadas e instituciones comprometidas con la justicia social. Sin ambages ni remilgos, como a su manera lo hicieron los dirigentes europeos después de la Segunda Guerra y Roosevelt mantuvo y quiso profundizar tras su victoria.

Por estos lares, con el presidente general Cárdenas a la cabeza, se hizo una redistribución hacia abajo, a los salarios y el empleo, y se buscó un rumbo sólido a la industrialización que despuntaba. Mucho quedó en el camino, pero por un buen tiempo México disfrutó los frutos de un desarrollo que arrastraba prácticamente a todos sus sectores, regiones y capas sociales hasta llegar a pensarse que se trataba de un milagro.

Hoy, como lo ha ilustrado magistralmente Norma Samaniego en la entrevista con Roberto González Amador en La Jornada (21/10/19, p., 25), "vivimos la distribución del ingreso más desigual de la historia". Subraya, como lo ha hecho consistentemente, una suerte de dimensión olvidada por mucho tiempo pero que resulta central para entender el fenómeno de la desigualdad contemporánea: debajo de la mala distribución del ingreso, que nos ha marcado a todo lo largo de la historia, se desenvuelve y reproduce la concentración de las ganancias en detrimento directo de la fuente principal de ingresos para la mayoría de los mexicanos que viven de su trabajo: el salario.

Jugamos al aprendiz de brujo. Hacer depender la competitividad a costa de mantener los salarios a raya y estancados nos debe obligar a hacernos cargo de la factura, si de justicia social hablamos. Hay que acordar una política salarial a largo plazo pero cuyos frutos puedan empezar ya a ser tangibles. Nada más pero, con claridad, nada menos.

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