No son pocos los analistas políticos y sociales que tienen pavor a ser calificados de "economicistas", siervos de alguna doctrina inconmovible. Y no les falta razón, si atendemos a los resultados de más de treinta años de regencia del mercado abierto y libre que, de prometer dinamismo e innovación económica y tecnológica y, asegurar un mejoramiento gradual pero sostenido de los niveles de vida de la población, derivó en angustia de millones de mexicanos frente a la ominosa perspectiva de un estancamiento de larga duración.
Hubo un tiempo en que buena parte de la sociedad se volcó, en algunos casos con optimismo y entusiasmo, a la gran transformación con rumbo a la formación de una economía de mercado que traería consigo una sociedad plenamente articulada por las leyes del mercado y la competencia interna y externa. Así, la globalización anunciada como mantra de una nueva comunidad que emergía luego del fin de la Guerra Fría, se apoderó de voluntades que vieron en el mercado mundial unificado el soporte fundamental de un cambio de fondo en el sistema político. La democracia, junto con ese mercado imaginado, se convirtieron en el binomio maestro de la mutación prometida. Aquí, allá y acullá.
Además de las potencialidades tecnológicas y productivas que la globalización del mundo propiciaba, en el plano del poder y su ejercicio nos aproximaríamos a formas de gobierno participativas y transparentes, capaces de darle cara moderna a la representatividad política. Y de poner en el centro los derechos humanos, gran palanca de la derrota del comunismo soviético.
Hoy, no hay duda, puede decirse que la transición a la democracia nos depositó en playas de un pluralismo inimaginable hace unos cuantos lustros. Todo o casi de lo que nos pasa hoy en la política tiene que ver con el cambio democrático, desde la enorme victoria de AMLO hasta el ascenso de la CNTE no sólo a la hegemonía en el sistema educativo sino a su rectoría sobre la educación. Cambios extraordinarios que, sin democracia con todo y lo maltrecha que esté, ningún contorsionismo verbal sería capaz de dar cuenta.
De ser honestos, habría que reconocer que la democracia es una asignatura delicada y difícil, siempre en construcción, que obliga a repensarla como forma primordial de vida y organización colectiva, más allá de los recursos facilones como aquel de que "la democracia es el peor de los sistemas con excepción de todos los demás". Hacernos cargo de esta problemática urge, porque de seguir las cosas como hasta ahora, corremos el peligro de vivir, precozmente, una sobrecarga de dilemas que desgastarán la legitimidad que la democracia ha alcanzado. De esto y más nos advierte el espléndido libro de José Woldenberg En defensa de la democracia (Cal y arena, 2019).
Hacerlo con sentido político obliga a poner a prueba las capacidades adquiridas en el ejercicio democrático y volverlo un ejercicio de Estado que no puede sino admitir el enorme peso que en la política moderna, es decir democrática, tienen los asuntos económicos. Los que nos remiten al empleo, el crecimiento, la distribución, etcétera.
México no puede seguir regodeándose con el facilismo pluralista mientras sus fuerzas productivas confluyen en una tendencia al estancamiento cargada de implicaciones corrosivas sobre la vida social y el propio intercambio democrático.
Ni modo, pero sin voltear a la economía y sus entuertos, la democracia es más un chocante divertimento de algunas élites y no el sendero para ampliar potencialidades y mejorar el desarrollo humano. Que no sale bien librado de las encuestas.