Rolando Cordera Campos

Los sueños eran y son

El equilibrio fiscal, alcanzado mediante el control férreo del gasto público y, necesariamente, sustentado en una supuesta racionalización que redunda siempre en balances regresivos desde el punto social.

Los juegos de la estadística le montan trampa y media al Presidente y a su gobierno y, a la vez, parecen haberse vuelto manantial de fama y lana para algunos analistas que se pretenden magos que susurran "verdades" al poder. Así como no parece haber cosa alguna como una recuperación que le trace a los que mandan su ansiada e ilusoria recuperación en forma de 'V', tampoco quienes juegan toda su baza al desastre del gobierno, la economía y la convivencia, ven cumplidas sus torcidas fantasías.

Nos movemos en claroscuros, lo que no impide que se abran paso algunas evaluaciones con los pies en la tierra y se arriesguen proyecciones apegadas a las posibilidades y capacidades de la realidad y respetuosas de la política y las políticas del gobierno federal y de otros poderes constituidos. Si algo sobresale en este magma denso que nos cubre es no solo la poca capacidad financiera de los otros órdenes de gobierno que deberían dar cuerpo al federalismo, sino las carencias y limitaciones de sus retóricas de las que no parece factible que emerja ningún discurso alternativo.

Los oxidados atributos del gobierno territorial mexicano dejan en manos del gobierno federal decisiones primordiales referidas al repunte de la actividad económica y al inicio de una magna tarea de reconstrucción de nuestras infraestructuras vitales: desde luego, y por mucho tiempo, las del enfermo sistema de salud, pero, también, las que afectan un desempeño adecuado de la enseñanza básica que no podrán subsanarse apelando a la buena voluntad de las familias de los educandos.

Tanto en la salud como en la educación se necesitan recursos humanos y financieros; también, la reedición de aquellos espíritus pioneros y misioneros que han poblado las memorias de un sector público agredido con exceso por la opinión pública profesional, pero también la que se conforma en el gobierno. Así parece pensarse también en los foros colegiados representativos, sus comisiones y plenos, como pronto lo dejara ver el Presupuesto de Egresos de la Federación, jibarizado para cumplir con un mandato fiscal que más bien parece pecado capital de la economía y la política.

En épocas de crisis económica profunda y larga, suele valorarse al sentido común, expulsado del olimpo político por el saber convencional y los dogmas primitivos que lo acompañan. Uno de estos tiene que ver con el equilibrio fiscal, alcanzado mediante el control férreo del gasto público y, necesariamente, sustentado en una supuesta racionalización que redunda siempre en balances regresivos desde el punto social y, en el menos malo de los casos, procíclicos para la economía.

La genialidad de Keynes y la estatura histórica de Roosevelt se labraron en una circunstancia como esa y de frente a convicciones que sometían a los poderes de su tiempo. Demostrar su futilidad y potencialidad regresiva para la sociedad fue tarea permanente de ambos, como ocurrió entre nosotros, primero con el general Rodríguez, presidente interino y su secretario de Hacienda Pani y, luego, con el presidente Cárdenas y su gran secretario Eduardo Suárez.

Más que ciencia, talento y audacia resultaban indispensables, aunque el conocimiento adquiría en aquellos infaustos días nuevos bríos. Con Keynes y los suyos, así como con los "proto-keynesianos" estadunidenses, se empujaba a la disciplina hacia territorios ignotos, aunque visitados por los fundadores, en especial Adam Smith, pero también por Stuart Mill y, a su peculiar manera, por Malthus y otros practicantes de una ilustración renuente a devenir ortodoxia disfrazada de saber.

En ese ambiente empezó a desplegarse el espíritu agreste de nuestro Extremo Occidente al que debía corresponder una heterodoxia peculiar. Luego devendría el desarrollismo heredero de List y afirmado en su convicción de que el continente tenía que ser industrial y contrario a los mandatos de la división internacional del trabajo de entonces. Así, contra todo augurio y superando la animadversión ortodoxa e imperial, sobrevino la "legión" latinoamericana del desarrollo.

No estuvo mal, pero las inflaciones de más de una época, las dictaduras de varias más y la criminal "vuelta a la vaca", so capa de obediencia del nuevo testamento neoliberal, nublaron presentes y corroyeron esperanzas.

Hoy, América Latina presume de una innegable densidad histórica y demográfica, así como de una acumulación de capital y capacidades que permiten soñar en potencialidades de transformación y desarrollo. México debe tener lugar en esas renovadas fantasías para la Patria Grande. Su adscripción al hemisferio norte no debe impedir la renovación de nuestros votos latinoamericanos donde hay idioma, tradición, memoria y búsqueda de futuro que la Cepal ha mantenido y que, por ejemplo, Bolivia podría encarnar una vez reconquistado su propio sueño de democracia y afirmación étnica, con y para el desarrollo.

De esto deberíamos hablar entre todos; ser capaces de devolver el valor a la palabra. Aprender a escuchar y proponer, procurar entendimientos traducibles a política y políticas basadas en la deliberación y el sentido común recuperado y bautizado como vector histórico transformador.

No en balde Stiglitz, para este tiempo, ha hablado del desarrollo como transformación estructural y aprendizaje democrático. Transformación hemos tenido, aunque no suficiente ni tan efectiva como presumió el jolgorio globalista. Aprendizaje democrático nos ha faltado y es por eso que el gobierno del Estado no encuentra el paso.

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