Rolando Cordera Campos

Sembrando iras

Más acá y más allá de pandemia y crisis económica, el deterioro social, la pobreza, la impunidad, la corrupción, la violencia −criminal, de lenguaje y de intercambios comunitarios−, nos ponen frente al espejo de nuestra vulnerabilidad, frente al horror.

Sin ceder un ápice en la defensa de la información cuantitativa, económica y social, que el gobierno ha puesto en entredicho, sin ofrecer criterio alguno de evaluación y, menos aún su alternativa, el avance y agravamiento de la pandemia exige otros enfoques y miradores. La caída económica que no podemos calificar de recesiva sino de algo peor, ha impactado gravemente algunos de los tejidos básicos que dan sentido y orden al conjunto de la sociedad; por ejemplo, aquellos que permiten hablar de mayor o menor cohesión social de cara a los profundos desajustes sufridos en el mundo de la producción y el consumo, el trabajo y las variadas formas de cooperación que sustentan nuestras relaciones sociales.

Sin salir de la pandemia y su secuela destructiva en la economía y la vida comunitaria, emergen otros fenómenos devastadores para todos, empezando por los más desprotegidos y vulnerables. De aquí la urgencia de actuar con sentido de emergencia desde el Estado y la sociedad organizada para encauzarlos y, sobre todo, salir al paso sin ilusiones represivas o quirománticas.

Lo primero, y nada fácil de dimensionar, tiene que ver con el desaliento que nubla los ánimos de comunidad tras comunidad del mundo de la academia, la investigación, la creación y las artes. Y para nuestro infortunio y vergüenza, del de la salud y el cuidado. Nadie se rinde, podría decirse, pero tras muchos esfuerzos grupales o individuales, sobreviene el choque inclemente con una realidad institucional cerrada y sorda, cuando no ciega o del todo encontrada con las intenciones de esos proyectos. Alejada pues del mundanal ruido.

Día con día, investigadores de las ciencias duras asociados al sistema Conacyt y las universidades; teatreros y músicos, documentalistas y cineastas, escritores y artesanos, no cejan de imaginar y fraguar conciertos, representaciones, lecturas, etc., que topan a menudo con los subdesarrollos tecnológicos que nos acompañan, las mil y una dificultades para la comunicación virtual eficaz y continua, o la mera comprensión y paciencia de sus azarosos públicos.

No paran ni se arredran, como nos lo han enseñado médicos y enfermeras y como me consta en casos cercanos como los de Fernando Bonilla y su teatro, o Marisa Saavedra y Leo Soqui y sus conciertos zapatistas o Daniela Arroio y Mica Gramajo con sus obras; desde luego, no son los únicos.

Tampoco son pocos, y crecen gracias a su enjundia, los del cine y la imagen con sus festivales del entusiasmo, que van y vienen sin encontrar escucha; ahí, como ya ocurre en el mundo duro de la producción material mercantil, no hay pasados mañanas, solo un evasivo y majadero día siguiente.

Sin embargo, lo peor y lo artero está por otros lados, barrios y coordenadas. Asesinatos como en cadena de niños y jóvenes que han querido dejarse como un "evento" más de esta terrible temporada mortuoria, sin fijar la mirada en el torvo continente donde se cuecen los peores porvenires para enormes comunidades de jóvenes con sus familias, enganchados al crimen organizado y enfilados a prácticas infrahumanas de control y dominio.

El libro de Elena Azaola, Nuestros niños sicarios, editado por Fontamara y comentado en la reciente edición de Proceso por Gloria Leticia Díaz, es lectura obligada. Debe ser fuente de reflexión para todos nosotros, en primer término, para las autoridades del Estado que no pueden darlo por leído o sabido.

La descomposición social es palabra mayor, tiene que ver con seguridad nacional pero también familiar y personal. "Sí hay un horror, sí hay un escalamiento de la violencia; y es un escalamiento −con todas las comillas− 'normal' dentro de lo que es el abandono de una zona y el abandono de políticas dirigidas a la primera infancia".

Y sigue: "Si estos niños vivieron desde pequeños en ciertas circunstancias que los colocan en riesgo, y si eso no se atendió de manera oportuna y está en un contexto de crecimiento, de fortalecimiento del crimen organizado, todo esto es 'normal' −otra vez con todas las comillas− ¡Claro que no es normal!, pero es el desenlace esperado de la película si te la transmiten durante años" (Proceso, 2299, 22/11/20).

Más acá y más allá de pandemia y crisis económica, el deterioro social, la pobreza, la impunidad, la corrupción, la violencia −criminal, de lenguaje y de intercambios comunitarios−, nos ponen frente al espejo de nuestra vulnerabilidad, frente al horror.

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