Habrá elecciones. La frase parece una obviedad en el mundo de eso llamado opinión pública, pero no lo es tanto si se le mira bien. Habrá elecciones quiere decir, en teoría, que los que están quieren refrendar posiciones, mientras que los que no, pretenderán convencer de que pueden y deben sustituir a los actuales.
En la disputa por el Congreso de la Unión tienen casi idéntico reto los partidos no mayoritarios que los ganadores indiscutibles en 2018. Hay 300 distritos en pugna y dado que la mayoría de los diputados buscará la reelección, se presenta un escenario donde habrá básicamente dos discursos: los aliados de López Obrador querrán convencer de que más que nunca se les debe renovar pues así lo requiere la consolidación del ‘cambio de régimen’; mientras que los adversarios del Presidente querrán que les reelijan para, precisamente, refrendar que son indispensables en el afán de contrarrestar la agenda y los modos del presidente de la República.
Lo anterior sería correcto si no fuera demasiado elevado. Porque la realidad es más pedestre. El obradorismo ha demostrado que tiene una sola agenda: el sometimiento a los designios del mandatario, hecho que incluye aceptar resignadamente en sus filas a sapos tan intragables como el que les recetó sillazos en Coyoacán hace tres años. Y hoy lo perdonan y hasta le regalan una candidatura. Mientras que sus opositores no han podido demostrar que posean, además de un apetito de poder, una agenda alternativa clara y distinta al pasado.
Es decir, para el movimiento del mandatario el único discurso aceptable frente al electorado es que más es más, que la mayoría es necesaria cueste lo que cueste, y que ya luego vendrán los principios; de hecho, cualquier disidencia interna está cancelada. Lástima, Porfirio.
Mientras que para la oposición la prioridad parece más el seguir conectados al presupuesto antes que la formulación de una estrategia de contención –con ruta y postulados claros– frente al socavamiento institucional del gobierno –es un decir.
Si yo fuera candidato de la fuerza mayoritaria lo único que tendría que hacer es ser dueño de una capacidad inaudita de tragar lo que pongan enfrente porque no habrá cosa –llámese militarización, catastrófico manejo de la pandemia, agenda conservadora o perdonar (presuntos) delitos de Salgado Macedonio– que pueda cuestionarse: lo único permitido es lanzar vivas al líder y callar/obedecer/agradecer ante sus designios.
Si yo fuera candidato de la oposición lo que toca es decir que el Presidente es malísimo, que no es momento de discutir los pecados de Peña, Calderón and Cia., que lo que toca es ser responsables frente al ‘momento histórico’ que vive México y que, por lo mismo, nada de cuestionar las impresentables candidaturas de los ‘Alitos’, los Jorge Romeros et al.
Porque a nivel federal las campañas no darán para mucho más. Habrá competencia, es cierto, pero no necesariamente debate. En eso parece haber un acuerdo tácito entre la clase política. La mayoría de ellos se daría de santos con repetir la alineación actual. Que todo esté en disputa para que ganemos los mismos de hoy. Que nadie se confunda. No hay una fuerza política que pretenda cambiar el statu quo. Repetir sería festejado por todos los actuales.
Las candidaturas y las disputas en los estados son cosa aparte. En muchas de ellas se juegan verdaderos cambios de correlación de fuerzas regionales.
Pero a nivel San Lázaro resulta muy cuesta arriba comprar el discurso de que oficialistas y opositores pretenden algo distinto a lo que vemos hoy. Si yo fuera candidato estaría muy tranquilo. Hay más componenda que competencia.