El régimen de López Obrador no cree en la democracia como la conocimos en México en las últimas tres décadas. El propósito del Presidente es establecer nuevas reglas y éstas marginan a grupos que él considera no merecedores de interlocución o sin representatividad.
No es una paradoja que hoy, desde el poder, actores que con su resistencia al autoritarismo priista ayudaron a la transición democrática, pretendan desmontar los andamiajes de la misma. Me refiero a que verlo como paradoja supone un error. Para buena parte de ese grupo, las sucesivas mejoras al sistema que ellos mismos ayudaron a reformar desde los 80 eran, a lo más, mecanismos paliativos, ganancias pírricas que nunca pretendieron asumir como contribución al país. Si acaso eran avances tácticos, pero su ruta estratégica era otra.
Hoy esa hoja de ruta es clara. Desde la perspectiva de los ganadores en 2018, los tiempos por venir deben ser revolucionarios, no de corrección o ajuste del sistema anterior; tampoco buscan un modelo de convivencia política con negociación o diálogo. Los ‘otros’ hoy enfrentarán, antes que la generosidad de los ganadores, la experiencia de padecer una revancha ‘histórica’.
Todo eso se hace en nombre de los pobres de hoy y del pasado, por supuesto. Y se realiza con un discurso que busca la rentabilidad de resentimientos surgidos del brutal abandono de los gobiernos del pasado a decenas de millones. Saben que hay mucho agravio acumulado, y lo explotarán no para buscar lo mejor para toda la sociedad, sino sobre todas las cosas para acumular y no ceder el poder.
En tres semanas terminarán unas elecciones muy distintas a las que hemos conocido hasta ahora. Los actores en pugna no buscan lo mismo. Morena y aliados pretenden lograr el número de curules y gubernaturas que les aseguren que el desmantelamiento de lo que había hasta 2018 sea radical e irreversible en décadas. Otros partidos, en cambio, actúan con la lógica establecida desde el trauma por el fraude de 1988: ganar lo posible, perder lo menos, y posicionarse frente a la ciudadanía para estar en condiciones de negociar agendas, dinero, puestos y ruta para regiones o el país. Sobra decir que no creo que per se los segundos sean mejores que los primeros, sólo enfatizo que el oficialismo y los opositores no están jugando a lo mismo.
Para el oficialismo, la elección inminente es sólo una de las escalas de una ruta de aquí al 2024. La siguiente parada es en agosto con la cosa ésa sobre los expresidentes; posterior a ello vendrá marzo de 2022 y la consulta de revocación, luego seis elecciones estatales –Aguascalientes, Durango, Tamaulipas, Hidalgo, Oaxaca y Quintana Roo– en poco más de un año.
Nuevo León demuestra que el oficialismo está dispuesto a todo con tal de no perder espacios, votaciones, impulso y, por supuesto, poder. Así, lo que parecía imposible –que las mujeres de Morena toleraran lo ocurrido en Guerrero, por ejemplo, con el clan Macedonio– hoy está no sólo normalizado, sino que militantes y simpatizantes compiten en maromas a ver quién lanza la mejor alquimia verbal para hacer pasar el barro por metal precioso.
Porque el oficialismo no cree que la normalidad democrática incluya perder elecciones y negociar. Para ellos lo que está en juego desde el 6 de junio no es un reacomodo, ni siquiera una reafirmación. Ese domingo será la segunda fecha, mas no la última, en la que pretenden el establecimiento de un nuevo modelo electoral donde en nombre de los pobres se vulnerará la ley para impedir que gane cualquiera que no sea de Morena.