La jornada electoral del domingo supone al menos dos interrogantes. No sólo tenemos incertidumbre sobre qué harán los mexicanos, castigarán o no al gobierno de López Obrador, sino que también –y esa sería una novedad al menos desde 2000– es pertinente cuestionarse qué hará el presidente de la República con ese resultado.
A pesar de tantas encuestas publicadas en estos meses, hay margen para preguntarse qué pesará más en las urnas: ¿la esperanza de concretar el anhelado cambio, aún alimentada por añejos agravios de los que proponen que el imperfecto pasado era mejor que la incierta ruta actual, o el llamado a limitar y/o detener la agenda, y los modos, del presidente López Obrador?
Con dos años y medio cumplidos de gobierno –es un decir–, Andrés Manuel ha dejado en claro una consistencia: su principal agenda es enterrar el pasado inmediato, sus procedimientos e incluso sus instituciones.
En ese camino, el estilo unipersonal del Presidente es uno que no admite réplica o acotamiento, ni interno ni externo. Uno que sin miramientos pasará sobre todo lo que haga falta para imponer su voluntad.
Cabe recordar que incluso antes de mudarse a Palacio Nacional López Obrador se mostró totalmente refractario a cualquier reclamo o cuestionamiento por la cancelación del aeropuerto de Texcoco. No hubo argumento, económico o político, que valiera.
De igual forma desde entonces quedó anulado el diálogo con opositores, con integrantes de poderes u organismos que no se sometieran, y no se diga con colectivos espontáneos (mujeres, víctimas, familias de la Línea 12) u organizaciones autónomas.
Su interlocución con los representantes de las cúpulas empresariales refuerza la tesis de la cerrazón: los recibe, es cierto; luego los empresarios creen que le hicieron entender –mividos–, y al final se hace básicamente lo que el mandatario pretendía desde el principio.
Esa manera de ejercer el poder ha lastimado a distintos grupos. Al personal médico (y no sólo a partir de la pandemia por Covid-19, sino desde mucho antes); a los enfermos (ídem); a investigadores y profesores de institutos privados y públicos; y por supuesto están los agravios a las mujeres, tanto por cancelación de estancias y programas de atención a ellas como por la respuesta a protestas por la violencia; y lo mismo se puede señalar con respecto a las víctimas de diferentes delitos e injusticias. Para todos ellos las puertas de Palacio Nacional están cerradas y hasta vallas les ponen.
¿Responderán en las urnas esos grupos y sus familiares con un voto de censura a Andrés Manuel López Obrador, su partido y sus candidatos? Si así fuera, ¿serán relevantes –cuantitativamente– esos sufragios para hacer una diferencia en la composición de San Lázaro o en la balanza que marcaría una derrota de AMLO?
Es imposible, e insensato, tratar de predecir qué harán quienes se han sentido defraudados, por padecerlo de manera directa o indirecta, por las promesas incumplidas y la arrogancia de un gobierno disfuncional y enfurruñado. Igual y a pesar de todo le dan una segunda oportunidad al Presidente, o igual no encuentran sentido a darle un voto a los opositores, que tuvieron su oportunidad de gobernar y la desperdiciaron miserablemente. Quién sabe.
En el recuento de maltratados por este gobierno no mencioné a quienes podrían reclamar en las urnas los prácticamente inexistentes apoyos a desempleados y emprendedores por la renqueante economía, que ya caía antes de la pandemia; o a quienes padecen por la modificación de algún programa social.
En una semana el pueblo habrá hablado. Entonces tendremos la segunda respuesta: esa que mostrará el temple democrático de AMLO.