Un nombre era legible el 6 de junio en la plancha del Zócalo capitalino: “#IsraelVallartaLibreYa”, en referencia al detenido junto a Florence Cassez que, a diferencia de la ciudadana francesa, sigue en prisión. Ayer que fue apresado Luis Cárdenas Palomino, exmando de la Policía Federal de Felipe Calderón, ese caso de violaciones al debido proceso ha retomado visibilidad. Eso es bueno. Faltan explicaciones… y justicia.
Por motivos muy distintos, pero igualmente bienvenidos, añejas matanzas de Los Zetas en Coahuila son hoy tema público. El estreno de la serie Somos, de Netflix, nos brinda la oportunidad de aprender más sobre lo que nos pasaba, y nos pasa, con instituciones disfuncionales, combate fallido al narcotráfico y zonas del país dominadas por la delincuencia.
Como es sabido, Somos es un relato que recoge sobre todo el extraordinario trabajo de la reportera estadounidense Ginger Thompson, Anatomía de una masacre: Cómo Estados Unidos desencadenó una matanza en México, en torno a la matanza de Allende, Coahuila, en marzo de 2011. Los productores abordan el tema de este no documental desde el punto de vista de las víctimas.
Sin abundar en la calidad narrativa de esta serie estrenada la semana pasada, cosa que cada quien podrá descubrir, es necesario incorporar otros elementos que extraigo del minucioso documento publicado a finales de 2017 por Sergio Aguayo y Jacobo Dayán, con auspicio de El Colegio de México, que lleva por título El yugo Zeta. Norte de Coahuila, 2010-2011.
Porque así como la serie Somos cuenta las vidas que resultaron rotas, ya sea poco a poco ya sea de golpe, por la podredumbre del crimen organizado, El yugo Zeta subraya claramente que tal cosa no era excepcional sino un lógico resultado cuando gobiernos claudican a su obligación de proteger a los ciudadanos: “Para 2010 y 2011 el control (de Los Zetas) sobre el norte de Coahuila era total. Los municipios estaban sometidos. El gobierno estatal era omiso y algunos de sus funcionarios eran cómplices. La Federación era indiferente y displicente. Todos ignoraban a las víctimas”, escriben Aguayo y Dayán.
Porque estos autores nos recuerdan que la tragedia de Allende es en realidad la de una región más amplia, y en ella confluyen condiciones no exentas hoy, digo yo, en otras entidades: el control por parte de los criminales de un penal (Piedras Negras), que sirve lo mismo para el exterminio que para reclutar sicarios, y que es centro de operaciones para el tráfico ilícito de productos o personas.
Lo ocurrido en Allende tardó demasiado en saberse: fue revelado gracias a trabajos como el de Diego Enrique Osorno en 2014. En el verano de 2017, Thompson agrega más detalles e incorpora en plenitud la responsabilidad de la DEA en la filtración de información: de la agencia estadounidense pasó a la Policía Federal y ésta habría alertado a los criminales que Estados Unidos conocía ya el paradero del Z40 y el Z42; Los Zetas ordenaron vengar la delación matando indiscriminadamente: la cifra de muertos, señalan Aguayo y Dayán, va de 28 según el gobierno del estado a 60 según la periodista de ProPublica. Pero faltan contabilizar las víctimas de otras poblaciones: “Existe la posibilidad de que el número de muertos y desaparecidos rebase los 100 y es hasta posible que se acerque a los 300”.
Qué bueno hubiera sido que López Obrador, en lugar de su consulta ‘patito’ sobre los expresidentes, hubiera invertido energía y recursos oficiales en aclarar, entre otras, la masacre de Allende, donde, como recuerdan Aguayo y Dayán, “la Policía Federal simplemente guardó silencio y nunca se ha pronunciado al respecto”.
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