En el Congreso de la CDMX se planteó prohibir las corridas de toros en la capital de la República. Pareciera que esta vez la iniciativa caminará un poco más –ya se aprobó en una comisión una iniciativa al respecto–, pero tengo para mí que no ha llegado el fin de la llamada fiesta brava en la ciudad que, como se dice en términos taurinos, da y quita a nivel nacional.
La primera razón para el escepticismo es que –paradójicamente– esta iniciativa es promovida, una vez más, por el PVEM, ese partido que ni es verde, menos ecologista y ni siquiera es partido, sino lo más parecido a un club, de Jorge Emilio y sus cuates, para vivir del erario.
El PVEM plantea la abolición de la vetusta práctica porque eso les da mucho kilometraje en su propaganda. Y con eso se dan por bien servidos. No hay más trasfondo.
Sin embargo, así sea por las razones equivocadas, por una vez el PVEM está en lo correcto.
El mundo taurino pertenece al pasado y debe ya quedarse ahí. No hay un solo argumento válido para martirizar a un toro durante 20 minutos para entretenimiento de “conocedores” y “villamelones”.
Que la llamada fiesta brava haya llegado con vida a la tercera década del siglo 21 es algo nada presumible. Incluso los que alguna vez nos llamamos aficionados tendríamos que aceptar lo obvio: en general el mundo ha cobrado algo de conciencia sobre los derechos de los animales y carece de cualquier justificación el permitir que hieran y maten un toro o novillo por diversión. Ni por el riesgo que eventualmente corre un torero, ni mucho menos amparados en que es una “tradición” que forma parte de nuestro “folclor” o “cultura”.
Es una actividad que, si acaso, correspondió a un tiempo, pero que es hoy incompatible con buscar que el ciudadano tome conciencia del daño al medio ambiente, o del cuidado de éste y del planeta. Sin exageración.
Que desaparecerán los toros porque sin corridas no es sostenible criarlos, sí, puede ser. Que se perderán empleos, también. Si tan preocupados están por eso debería buscarse reacomodar en otras áreas a los trabajadores que viven de esa actividad.
Y a pesar de eso –que no tiene que ver con lo que realmente motiva al PVEM, insisto– es poco probable que la iniciativa avance.
Porque de así ocurrir sería un golpe mortal para la actividad taurina en muchas otras plazas mexicanas, y pondría en entredicho otras actividades donde se maltratan animales.
Si la capital concluye sus corridas, el dominó será casi inevitable a nivel nacional. Por eso mismo, diversos intereses –y no me refiero a ganaderos o dueños de plazas taurinas– harán sentir su peso a fin de que el PVEM se salga con la suya: hacer ruido sin causarles daño.
Muchos gobernantes preferirán el maltrato animal a tener que encabezar una impopular reeducación al prohibir peleas de gallos, jaripeos, charreadas y todo evento de carnaval con animales donde a final de cuentas se cumple la mitad de aquella máxima milenaria: pan y circo.
Además, en congruencia con la desaparición de las corridas habría que revisar rastros y mataderos, condiciones de engorda u ordeña vacunas, inspección de granjas de pollos para carne o huevo y hasta perreras municipales.
Ni políticos ni empresarios están listos para esa conversación. Así que, antes de que todos se den cuenta, adentro de la Plaza México habrá corridas, afuera vistosas protestas de “sufridos” pevemistas, y en el corto plazo nada habrá cambiado.
La prohibición es un paso trascendental que demasiados prefieren no dar.