La Feria

Eso de ser del Atlas

Que nadie se ilusione, un atlista de verdad sabe que sólo ha empezado la nueva cuenta hacia múltiples desconsuelos, comenta Salvador Camarena.

El futbol se presta a muchas interpretaciones. Algunas de ellas muy singulares, es decir que nada tienen qué ver con la cancha, por ejemplo, que a los del Atlas ya les “tocaba ganar”. Pero es sabido que se extraen diferentes lecturas de eventos que ocurren en un estadio. Quiero ofrecer una versión personal, a propósito de ser seguidor del Atlas, campeón –por fin– luego de 70 años.

El Atlas, y sobre todo su afición, se ha quitado un estigma. Nuestro equipo sí puede ganar en un mundo competitivo como el que más. En una competencia hay reglas y con esas reglas podemos ser uno más. Qué bueno ser normales. La cosa es que siete decenios de no ganar parecen reclamar que, además de la copa obtenida, se ofrezca una explicación aún más “profunda”.

Aceptando sin conceder esa obligación de un atlista, sigamos.

Me aficioné al Atlas en un momento muy concreto: cuando escuché, en la infancia y vía la transmisión de radio que logré sintonizar sin permiso –porque los estéreos de entonces no se prendían sin autorización– en casa de mi tía Coco el partido en el que el Atlas se iba a segunda división: amor para siempre.

El mundo era más simple entonces, o uno creía eso. Las jugadas de los rojinegros eran épicas, pero el destino era trágico. Si luego me dediqué al periodismo seguro es un accidente. Qué más puede pedir uno en la vida, cuando todo está por descubrirse, que el equipo de sus amores jugara tan bonito al punto de ser llamado La Academia, pero que la traicionera adversidad se manchara tantas veces.

Irle a una escuadra no debería ser sometido a los rigores de la razón. ¿Quién puede explicar desde el intelecto el amor por una camiseta, o peor, seguir en ese afán aun cuando se repiten temporadas impresentables o llega una directiva inaceptable? A pesar de eso uno está ahí. Al pie del cañón.

En la primera etapa irle al Atlas era acudir al estadio para disfrutar la posibilidad de un encuentro gozoso a pesar de justificados pronósticos adversos. ¿Suena a poco? Uno acudía a vivir una esperanza, no a apostar el resto de la quincena.

Y además, al menos para mí, era el disfrute de noches de sábados en una ciudad por descubrir. ¿Quién iba a renegar de eso?

Además, los sábados del Atlas en el Jalisco eran familiares, de grupo, de tribu. Gente que llegaba de la iglesia, recién casada, a esperar el mejor regalo: que gane nuestro equipo, que el presente de bodas sean los goles. Ya lo que cada quien hacía al salir, pues qué más da.

Provincia hoy es una mala palabra. Es un término del lenguaje centralista que buscó someter a los del interior. Pero ser del Atlas entonces, en mi memoria, era no necesitar más que la ilusión local del triunfo de un equipo que daba la pelea a cualquiera sin menoscabo del resultado. Nunca se achicaron.

Así fue siempre. Luego migré y vi al Atlas en otros estadios. Jugaron como nunca, y unas veces incluso mejor que nunca, pero perdieron demasiado. ¿Pero a poco íbamos a reclamar eso sus seguidores? Nuncamente.

El Atlas es un equipo que o lo quieres o para qué estás ahí. Como la vida. Los reveses ocurren, las alegrías también, pero uno se mantiene con la esperanza contra toda evidencia. Y luego, increíblemente, sucede lo del domingo en el Jalisco.

Que nadie se ilusione, un atlista de verdad sabe que sólo ha empezado la nueva cuenta hacia múltiples desconsuelos. Vamos a estar ahí, aunque ganen.

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