En Mis tiempos, José López Portillo registra su enfado ante la abierta actividad política de su antecesor. De regreso a México, Luis Echeverría generaba tales olas que su sucesor, además de lamentarse, en sus memorias apunta que hablará con él para pedirle que deje de provocar ruido.
Eran otros tiempos, desde luego. Sólo había expresidentes tricolores y las corrientes políticas que pesaban eran del PRI, o grupos marginales. De forma que, incluso si ya había dejado Los Pinos, el exmandatario tenía obvio ascendente en no pocos correligionarios, y su actividad era interpretada políticamente.
A fuerza de exilios y manotazos, los que ya habían bailado aprendieron que su mejor escenario una vez transferida la banda presidencial era estar sentados, en prudente ejercicio de silente autoridad, porque si abrían la boca generarían grillas, chismes, especulaciones y, a final de cuentas, problemas.
No siempre ocurría como el guion no escrito establecía. De ahí, entre otros, el enfado de López Portillo con LEA. Pero con sus altibajos y no pocos reglazos funcionó hasta Ernesto Zedillo, quien paradójicamente no tuvo sucesor priista al que respetar y sin embargo es el ‘ex’ que más ha cultivado el silencio.
Con las alternancias se evaporaron rituales sin que la clase política haya establecido nuevos, o sin que se dimensionen cabalmente beneficios o perjuicios de que expresidentes cuiden su actuar, tratando así de contribuir a lo que una vez fue su máxima responsabilidad: que a México le vaya lo mejor posible. El ejemplo más a mano es, por supuesto, Vicente Fox Quesada.
Quien haya sido titular del Poder Ejecutivo no está condenado al silencio o a renunciar a su derecho a la expresión y tampoco a la participación política. No ha de ser cancelado ni proscrito de plataformas. Si se equivoca o excede, como con cualquiera, que le apliquen las normas o críticas correspondientes.
En sentido contrario –y de la misma forma que aplica a un líder religioso, comunitario, escolar, cultural o, por supuesto, político–, tiene una obligación elemental: preguntarse en cada ocasión, literalmente a cada paso que da o palabra que suelta, si tal ejercicio de su poder abona a México.
No por nada si alguien como Carlos Slim declara, es noticia. Porque, al igual que hacen otros jugadores de peso, cuida sus mensajes, el timing, y la pertinencia de ambas cosas. Es fácil interpretar que así lo hace más que por respeto al Presidente, para no interferir indebidamente en la marcha de las cosas.
Fox ha decidido, en una bizarra reedición de 2006, que le toca saltar a la cancha y hacerla de golpeador en contra del oficialismo en la contienda electoral que en su etapa de precampaña justo ha arrancado.
Lo hace, por desgracia, con arquetipos a cual más de retrógrados y dañinos, como se vio flagrantemente –pero no es ni por mucho la única ocasión– en su mensaje en contra de Mariana Rodríguez, con machismo que está lejos de reconocer y menos de disculparse al respecto.
Fox, y no pocas veces Felipe Calderón, no advierten que con sus frecuentes participaciones en redes sociales suelen abonar a la polarización y, quién lo diría, le dan pretexto o materia a López Obrador para alimentar ese espantapájaros de que el pasado es poderoso y trata de descarrilarlo.
No es al actual presidente de la República a quien estos expresidentes perturban o hacen olas. Todo lo contrario. Lo fortalecen. En la alternancia, como antes en tiempos priistas, el criterio de un expresidente vale oro… o aserrín, depende el uso que se le dé.
Y Jolopo ya no está para al menos conminarlos.