Hay otra forma de mirar lo que sucede en Guerrero con la mediación de la Iglesia católica y líderes criminales para lograr una pax narca. Va como hipótesis.
La añeja incapacidad del Estado mexicano para imponer el imperio de la ley estaría provocando un reacomodo de actores y mercados en diferentes regiones. Puede verse como un crack, un brutal ajuste que cambiará la economía de estados y municipios a lo largo del país.
Durante décadas el régimen anterior controló a quienes competían por el poder, la influencia y las riquezas. Los negocios eran del gobierno, y con discrecionalidad no exenta de violencia éste podía dar y quitar.
Actor supremo del reparto, el Presidente era apoyado por un partido que había conformado sectores que a la vez que representaban adictas militancias servían para ordenar el reparto de negocios, el transporte urbano, sólo por mencionar un ejemplo.
Las relaciones, por supuesto, no estaban exentas de tensiones, pugnas o rupturas, ni desde luego de corrupción o acuerdos extra o ilegales y discrecionales represalias, pero había un orden y reglas, acuerdos que minimizaban las disputas o los costos de éstas.
Cacicazgos eran premiados no sólo con impunidad sino mediante candidaturas al Congreso o a alcaldías. Se legitimaron feudos en los que un apellido era propietario de un municipio, un sector o incluso toda una central obrera hasta la muerte: Fidel Velázquez y la CTM, v. gr.
Que los panistas (2000-2012) no hayan sabido qué hacer con ese corporativismo es una cosa, que esas organizaciones gremiales no hayan evolucionado bien en las alternancias y menos en el marco de tratados como el T-MEC o la ola de reformas laborales, también es digno de discutirse.
Lo que es un hecho es que las correas de los viejos aparatos para controlar distintos mercados o grupos se cuartearon, lo que al mismo tiempo derivó en libertades y oportunidad de mejora que en apetito de ambición para hacerse de espacios, apoderarse de giros, imponer nuevas condiciones.
Similar desajuste, y hay mucho escrito al respecto, vivió el control que se tenía de giros ilegales como el del narcotráfico, y si a eso se añade la facilidad con que paulatinamente se pudo obtener armas de alto calibre, poderosos grupos sin ley se volvieron no sólo normales sino hasta aspiracionales.
Dos décadas después, con la llegada de un nuevo gobierno que en parte quería desmantelar instituciones que no le gustaban –de competencia, por ejemplo–, que privilegió negociaciones cupulares en lugar de institucionales con empresarios y otros actores, que no supo o quiso fortalecer policías o fiscalías, que apenas está construyendo una base social orgánica, que tiene un discurso de comprensión hacia quienes han tomado las armas, que busca alianzas en diferentes campos para crear un nuevo régimen, que antes que nada y por sobre todas las cosas busca permanecer en el gobierno y conquistar los estados, y que se sabe incapaz, como los anteriores, de arreglar el país en seis años, apostó por una ocupación territorial armada pero no por un combate a quienes se apoderan de los negocios ilícitos.
En el ocaso de esa administración, con una debilidad institucional como nunca, incluidos pocos gobernadores funcionales, la Federación acepta la pax narca porque ve en ese reacomodo la nueva estructura sobre la que basará al régimen.
Con los señores de las plazas –dueños de rastros, el agua, los caminos o el transporte…– se conformarán nuevas centrales corporativas, agrupaciones reconocidas por Iglesia y gobierno; con esos, que pasarán de capos a Dones, se pactarán las futuras relaciones entre el centro y las regiones.