El asesinato de dos aspirantes a la alcaldía de Maravatío, Michoacán, uno del PAN y otro de Morena, es muestra de que en este proceso electoral podría estar en juego algo fundamental: ¿quién va a detentar el poder, los políticos por decisión de las urnas, o los delincuentes por la vía de las balas?
En el preámbulo de la campaña que arranca formalmente hoy, la sangre ha corrido de una forma que obliga a ir mucho más allá del recuento, el registro y el lamento de esos crímenes.
Vistos en conjunto, se trata de un desafío que ha ido in crescendo, y que de seguir ese ritmo podría adueñarse de la política en vastas regiones, sin descartar que escale a nivel federal.
Si no se pone límite a la influencia del crimen organizado, éste avanza: ya no se conforman con financiar a alguien que se postule, para comprar buena voluntad; de ese ‘apoyo’ se pasó a la coacción, a la exigencia de palomear o nombrar funcionarios en puestos específicos; y ahora, a eliminar candidatos.
El siguiente paso, el natural, es que la población sea obligada a votar por una persona que responda completamente a la agenda e intereses de los criminales. Las precampañas seguirán las reglas no del INE o los partidos, sino de esos que buscan ya sin disimulo ser reales jefes de la autoridad electa.
La clase política enfrenta el reto de una generación. Si no desarrollan sentido gremial más allá de los respectivos partidos, si no dimensionan que entre todas y todos aquellos que abrazaron la política como oficio deben cerrar filas para impedir que les disputen su carrera, el futuro será uno muy ominoso.
No es exageración plantear que en ciertas regiones la política está convirtiéndose en el nuevo mercado a conquistar por quienes entienden que un Estado incapaz deja a merced de los criminales todo tipo de actividades, que pueden ser capturadas con fines de expolio.
Con todos los defectos conocidos, México tuvo durante décadas una clase política cuyos mandamases, con buenas y/o malas artes, se arrogaban el derecho a ser, digámoslo con ese lenguaje propio de las narcoseries, los jefes de la plaza: el factor del poder de todas las actividades públicas.
Las alternancias, y el cambio de régimen que está en curso, ha supuesto para la política una crisis en las formas y los códigos del ejercicio de ese monopolio del poder. Esa coyuntura fue inicialmente aprovechada por grupos delincuenciales para expandir su negocio. Y, décadas más tarde, sus negocios.
Del narco al tráfico de personas, de los robos a los secuestros, de matar a quien estorbe a eliminar a quien no se deja extorsionar o despojar. De imponer condiciones a volverse, a la mala, socios o beneficiarios de negocios. En ese camino, parecen decididos a interpretar un nuevo papel en la política.
Si en el pasado no fueron suficientemente responsables para cumplir con su obligación y hacer todo cuanto estuviera a su alcance para proteger a la sociedad de la amenaza criminal, para impedir que el poderío de los delincuentes se desbordara, hoy la clase política tiene un reto en primera persona.
Decenas de candidatos han muerto violentamente en procesos electorales de los años recientes. Y la actual campaña está lejos de ser la excepción o de mostrar que con Andrés Manuel López Obrador las cosas mejoraron en ese terreno en este sexenio.
A juzgar por estos homicidios, el crimen organizado está decidido a constituirse en un gran elector. Ojalá no sea demasiado tarde para que los políticos no se dejen arrebatar su oficio.