Muchas campañas son exitosas no sólo porque logran el triunfo, sino al empoderar a la persona que pasa de candidato (a) a líder del partido.
Se dan no pocos casos donde primero es el partido el que carga a la persona que postula para luego ésta ser quien soporta a todo el grupo que originalmente la aupó.
En 2018 México tuvo sin embargo otra de las situaciones previsibles. El líder del movimiento era el candidato y nadie sino él podía haber recibido la encomienda.
Seis años después el líder indiscutible de Morena sigue siendo AMLO y tan lo es que él diseñó y procuró el método para seleccionar a la candidata que le gustaba para seguir su obra.
Esa selección no fue un dedazo, como vulgarmente se dice. O no solo. Como un buen presidente priista hacía, tuvo agudeza y capacidad para imponer a quien mejor aceptaría todo el grupo.
El movimiento abrazó a Claudia Sheinbaum porque Andrés Manuel logró proyectar perfectamente que tal era su deseo, consonancia que hizo harto difícil cualquier defección, se llamara Adán Augusto o Marcelo el inconforme.
La operación destape habrá sido en vano, por supuesto, si Sheinbaum es derrotada en las urnas el 2 de junio. Pero en este caso se espera mucho más que el triunfo: debería surgir la nueva e indiscutible cabeza del obradorismo.
Morena carece de vida institucional en parte por su juventud, pero sobre todo porque surgió y vive en torno a una sola persona. Esta condición le ha permitido sortear dificultades, mas el futuro, donde esa virtud cohesionadora podría convertirse en defecto, le alcanzará bien pronto.
Si Sheinbaum gana, la noche del mismo 2 de junio iniciará una cohabitación digna de verse. López Obrador tendrá a una igual por primera vez en muchos años. No importa que el formalismo de la jura presidencial tome cuatro meses más: ella se sabrá tan presidente como él, y viceversa.
Esa convivencia será marcada, en principio, por la forma en que el eventual triunfo de la candidata presidencial se dé: quién le debe qué a quién de ese logro; también pesará el derrotero de otros candidatos y candidatas importantes, y el reparto de culpas por las derrotas.
Con esos hilos se tejerá la nueva relación entre personas que llevan un cuarto de siglo de conocerse.
Sin que implique traición o deslealtad, el triunfo de Claudia tendría que traducirse en sana emancipación. Para que eso ocurra es obligado que durante estos meses el movimiento vea crecer su liderazgo hasta el punto en que haga natural el desplazamiento de Andrés Manuel.
En los primeros 10 días de su campaña se aprecia que persigue también ese objetivo.
Las reiteradas muestras de reconocimiento al Presidente en el mitin del 1 de marzo no están reñidas con muchas otras arengas lopezobradoristas donde, en fondo y forma, su voz empieza a escucharse como la de alguien que conjuga perfectamente el plural del nosotros en primera persona.
Ésta es otra de las razones del porqué las campañas cuentan. No sólo importa el ganar sino el cómo se alcance, o comprometa, la victoria. En su arranque, la candidata de Morena ha tenido desde lapsus embarazosos hasta una rechifla que, haiga sido como haiga sido su cancelación a un banco, es reveladora de un estado de ánimo que provoca.
Desde luego que el lopezobradorismo está muy lejos de verla con desaprobación, pero de ella esperan muchísimo; principalmente que se gane lo que recibió: el privilegio de convertirse en la líder indiscutible a la que no hagan sombra los poderosos entenados que AMLO tendrá por doquier.