El 1 de julio de 2018 terminó la presidencia de Enrique Peña Nieto. Al finalizar la jornada electoral de ese día, el candidato Andrés Manuel López Obrador asumió el poder que iba a jurar en diciembre. Se cumple ya un sexenio del mando que cambió el rumbo en México.
A escasos tres meses de que termine el periodo para el que fue electo, AMLO sigue siendo el eje no sólo del debate cotidiano, sino de la disputa por el futuro de la nación. Trascendido el 1 de octubre eso no cambiará, al menos por un rato.
Hay una parte de lo que hoy vivimos que tiene más de medio siglo y otra muy contemporánea.
La primera puede ser vista como una pugna generacional. El choque de una camada de políticos e intelectuales nacidos alrededor de 1950. Un bando se decantó, tras las crisis de los setenta del estatismo, por menos gobierno y más mercado. El otro bando vio en eso una traición.
Andrés Manuel López Obrador es el gran corrector de la historia para quienes creen que el modelo adecuado, el priista, se frustró al dar la espalda al pueblo y por la mala influencia de quienes permitieron al capital, nacional y foráneo, entrometerse en la soberanía.
Desde 1988 ha pugnado por esa corrección, precisamente el año en que él salió del PRI y el momento en que los neoliberales asecundaron la presidencia de la República para afianzar el rumbo aperturista (Morena diría entreguista) del régimen de la Revolución mexicana.
Le tomaría cuarenta años derrotar a sus adversarios, victoria que contó con el auxilio de los tremendos errores, abusos, corruptelas e indolencia de los gobiernos de las alternancias.
Lo que no se vio claramente en 2018, porque se creyó que el armazón liberal resistiría, y que López Obrador tendría una presidencia más dentro de un sistema sexenal híbrido (mitad presidencia tipo priista, mitad con contrapesos), es que habría cambio de régimen.
Los seis años de López Obrador serán analizados por lustros. Su desempeño como jefe de la administración espera no sólo el juicio de la historia, sino que en el siguiente sexenio su sucesora consolide lo que ocurrió desde julio de 2018.
Porque el obradorismo no termina en octubre. Parte de la novedad de estos días es que, sospechas aparte de maximato, hay una continuidad real, sustanciada no sólo en un ideario sino en una ruta de reformas y en un compromiso explícito de concretarlas.
De forma que el balance de lo hecho y de lo no hecho en estos seis años irá dándose en los siguientes, porque la nueva presidenta buscará denodadamente concretar obras y reformas, incluidas las que buscan darle centralidad en todo al gobierno.
Así que el balance de estos años llegará cuando se vea si se trató de un desbaste y una cimentación para que la sucesora iniciara, más que el segundo piso, el primero de un proyecto de nación que es muy distinto al que se veía realizado en el INE, el Inai, la autonomía de reguladores, la profesionalización de la justicia federal, la participación del capital privado casi sin límites en áreas estratégicas, etcétera.
Los seis años de AMLO que más cuentan hoy son esos. La capacidad que tuvo de retener en las urnas, mediante su candidata sin duda, el poder para que el futuro cercano se parezca al México de los años de su juventud y temprana adultez.
Esa nostalgia, de que el gobierno sea sobre todo fuerte, es también, paradójicamente, un discurso que resuena más allá de México. En eso AMLO y los suyos son contemporáneos.