Cuando la campaña de Rocío Nahle en Veracruz padecía turbulencias por alegatos de presunta corrupción, afines a la candidata presidencial formularon a la exsecretaria de Energía recomendaciones para atajar la crisis mediática de la zacatecana.
Una de las sugerencias fue sobre la caravana de camionetas que usaba. Toda una ostentación y un contraste con el López Obrador en Jetta blanco.
Qué pronto la generación que llegó con Andrés Manuel al poder cedía a la nada discreta tentación del aburguesamiento.
En su mensaje de despedida en el Zócalo –sitio desde donde su carrera despegó tras, entre otros, los históricos Éxodo por la Democracia de 1992 o el plantón de 2006–, AMLO lanzó una advertencia.
“En este sexenio sentamos las bases de la transformación que necesitaba el país”, dijo a un mes de dejar Palacio Nacional. “Ha quedado de manifiesto, entre otras cosas, la imperiosa necesidad de separar el poder económico del poder político”.
Y el Presidente subió el tono cuando enseguida habló de la oligarquía, cosa que fue muy comentada. Pero sólo se le ha dado a esa frase una lectura, y el sonoro párrafo donde mandó al carajo a la oligarquía como simulación de democracia amerita al menos otro significado.
“Necesitamos, eso no hay que olvidarlo, necesitamos continuar con esa política: una auténtica democracia, no una simulación, no una oligarquía con fachada de democracia, democracia verdadera, poder del pueblo, queremos kratos con demos. Democracia, lo hemos dicho varias veces, se compone de dos partes, demos es pueblo, kratos es poder, la democracia es el poder el pueblo, lo que quieren los oligarcas es kratos sin demos, quieren poder sin pueblo. ¡Al carajo con eso!”.
AMLO, desde luego, llamaba a las y los suyos a hacer todo lo posible, casi literalmente eso de “todo lo posible”, para evitar el retorno al poder de quienes califica de mafia del poder: que el pueblo, y sus representantes, se mantengan vigías ante “la oligarquía” de antes.
Sin embargo, esas mismas palabras pueden ser empleadas para hablar de un riesgo que amenaza la continuidad de Morena. Uno que además el Presidente decidió no combatir, que pasó por alto en más de un sentido. Y uno que complicará la vida a su sucesora.
Las mieles del poder son pegajosas. Eso de que hay quienes pasan el pantano sin mancharse sucede, si acaso, excepcionalmente; es una oración que cuando mucho aplica a los pecadores estándar de la política, terreno donde la pureza total o inmaculada es imposible.
Morena tiene diez años de vida, pero el riesgo de degradación por uso y abuso del poder no obedece antigüedad. Un empoderamiento sin controles o contrapesos genera incentivos para que incluso aquellos que antes denunciaban los excesos luego los cometan sin pudor.
En su sexenio López Obrador aplicó la máxima de que el fin justifica los medios. Decidió que el movimiento de la llamada transformación negaría escándalos y corrupción para no ceder espacio a la oposición, presuntamente para no arriesgar el paso avasallante de su gobierno.
Cuando en octubre se convierta en presidenta, Claudia Sheinbaum llegará al máximo poder con la responsabilidad de garantizar la buena marcha del segundo gobierno del obradorismo, pero también con una trayectoria de gente recta.
La primera presidenta de México tendrá que cuidar, además de los desbarajustes que herede, que sus compañeros de viaje no se emborrachen de poder (algunos ya andan en eso) ni se comporten como la nueva oligarquía (ídem).
El gobierno de Sheinbaum no debe ser escenario de derroche o frivolidad. Ni ser disfuncional a causa de nuevos oligarcas. Menos si ella no es así.