La clase empresarial ni se crea ni se destruye, sólo se acomoda. Por décadas fue priista, breve tiempo blanquiazul, recicló por casi un sexenio el disfraz tricolor y hoy es morenista. Congruente en su gatopardismo, hoy no se inmuta si la usan para aniquilar contrapesos.
Para el presidencialismo mexicano las empresas tienen que ser del régimen. Quizá con los panistas (2000-2012) eso fue menos cierto. La impericia frente al capital, o habrá que decir el entreguismo, de la administración foxista fue penosa. La debilidad de Calderón, también.
Peña Nieto intentó recuperar la hegemonía, pero fracasó por la frivolidad y la obscena corrupción, o por la corrupción obscenamente frívola, de su gobierno; así que el mexiquense mejor se amoldó al poder económico.
Al cancelar el aeropuerto en Texcoco, el expresidente hizo saber a la iniciativa privada quién mandaba. Palacio Nacional fue de nuevo el eje de las decisiones, pero aunque ruidosa, esa convivencia fue productiva para ambas partes. Fue connivencia, de hecho.
Un costo de esa buena relación, en la que se utilizan mutuamente, es que el debate público se emprobece, porque ambas partes hacen como que no se dan cuenta de incoherencias tan flagrantes, tan evidentes que incluso pueden ocurrir en un mismo día, como antier.
El miércoles en Palacio Nacional se presentó formalmente el Consejo Asesor de Desarrollo Económico Regional y Relocalización. Instrumentado por la joven empresaria Altagracia Gómez, reúne a protagonistas del capital mexicano.
Las y los consejeros provienen de distintas partes del país, es paritario y aunque también están algunos usual suspects, podría decirse que la mezcla es prometedora. El apoyo al gobierno es aún más significativo porque se anuncia justo cuando Trump atiza.
Al presentar al consejo, la presidenta Sheinbaum dijo: “Estamos construyendo conjuntamente el Plan México, que va muy avanzado y que es lo que nos va a permitir en adelante –y no solamente en nuestro sexenio, sino mucho más– un plan de desarrollo para nuestro país, de inversión privada y de desarrollo regional”.
Nadie puede estar en contra de una colaboración frontal, pública, plural y, supondríamos, crítica entre gobierno e iniciativa privada. Menos al arranque del sexenio, menos aún cuando soplan ventarrones proteccionistas desde Mar-a-Lago.
Pero cómo entender lo que ocurriría en el Congreso de la Unión a las pocas horas de ese encuentro entre gobierno y líderes empresariales que incluso estuvieron acompañados por el Consejo Coordinador Empresarial.
Ese mismo día Morena machacó, sin atender preocupaciones legítimas sobre la cancelación de derechos –como el del acceso a la información– siete órganos autónomos y/o reguladores, que veían por la educación, la competencia, evaluación de pobreza, etcétera.
Que el empresariado acompañe calladamente al gobierno que en cosa de horas habrá de eliminar contrapesos, ya resulta intrigante; que encima la IP enmudezca cuando le utilizan de pretexto para ese desmantelamiento institucional, pues dice mucho del capital.
“Nunca más organismos al servicio de interés particulares, facciosos, a costa del pueblo”, se lanzó sin rubor Ignacio Mier (expriista) a la hora de argumentar la desaparición de los autónomos. Luego argumentó: “Lo que estamos haciendo, desmantelar, sí claramente lo decimos, todo un andamiaje simulado en beneficio de intereses económicos y de la oligarquía, que son aquellas familias más poderosas, nacionales y extranjeras que se quedaron con 80 por ciento del patrimonio nacional”.
En la mañana, a parte de esos “intereses económicos” los suben al podio en Palacio para presumirlos como aliados; en la tarde les dicen que son la causa de lo mayoriteado.
Al caer la noche, ellos felices, capital y gobierno, sonríen frente a la destrucción institucional. ¿Por qué será?