En las elecciones de 2018, el Movimiento Regeneración Nacional ganó gubernaturas. Ese puñado de triunfos aumentó en sólo seis años a dos tercios de los gobiernos estatales. Es un tendido de poder que ha pintado de guinda el país, un dominio, empero, con pies de barro.
El sexenio pasado el presidente fue un auténtico pararrayos. Se comía en público todas las dagas de las crisis, dejando a buen recaudo a sus gobernadores. Quien quiera algo con ellas y ellos se las verá conmigo. El truco funcionó a costa de sociedades dejadas a su suerte.
De Chiapas a Morelos, de Colima a San Luis Potosí, de Tabasco a CDMX no hubo escándalo ni crisis de ingobernabilidad que Palacio Nacional no atrajera. Sin ir más lejos: el cómo asumió el expresidente el protagonismo para contener la tragedia de la Línea 12 es un clarísimo botón de muestra.
Morena operaba en el entendido de que se estaba librando una batalla para desmontar el viejo sistema, y que en esa lucha errores o insuficiencias de los gobernantes morenistas no serían obstáculo de la gran misión. Es decir, el fin justificaba cualquier tropelía o tontería de los compañeros transformadores.
El show de Palacio alcanzaba para cambiar el tema, no para solucionar los problemas, y menos aún prevenirlos. Si se agrega que nunca hubo realmente titular en Gobernación que vigilara los estados, y que la única prioridad fue la electoral, a quién sorprende el caos hoy en Sinaloa, Tabasco, Zacatecas…
La racha de triunfos en tantas entidades, y la impunidad incluso política que les dispensaba YSQ a la enorme mayoría de sus compañeros, generaron –como no podría ser de otra manera– una camada de gobernantes (es un decir) tan ariscos ante sus gobernados como afectos a eludir toda rendición de cuentas.
Con la llegada de la renovación sexenal esa tolerancia en exceso cruzó un umbral: al de Chiapas se le premió con un consulado; al de Veracruz, con un cargo que le queda gigante; al de Morelos, con el fuero de una algodonada diputación federal, y no vale ni la pena mencionar al de Tabasco.
Quienes arribaron al cargo en todo esos casos fueron de Morena. Y ni así ha podido ser ocultado el fracaso que encontraron. Tabasco está, literalmente, en llamas. En Morelos ya se anuncian carpetas de investigación. De Veracruz llegan filtraciones sobre malos manejos. En Chiapas van contra policías…
Morena vs. Morena. Y para nada se trata de animosidad de quienes llegan con los que se fueron: mucho de lo que hoy los recién estrenados tienen que enfrentar se había denunciado o era un desgobierno inocultable. Quizá la sorpresa es cierta franqueza al respecto de los nuevos.
Ante situaciones similares, el viejo sistema probó las ‘licencias por razones personales’ o las patadas para arriba. Y cuando eso ya no bastó, la cárcel se volvió el destino de algunos pero notables gobernadores. En todo caso, el PRI sabía que un gobernador que pierde la calle genera costos más allá de lo local.
Como en los tiempos priistas, el sexenio anterior el presidente decidió verticalmente. Con el nuevo gobierno, se abre la interrogante de qué hará la Presidenta para cuidar al movimiento de sus propios integrantes, y de entre estos pocos con tanta capacidad perniciosa como los gobernadores.
¿Cuánto del descrédito de gobiernos panista y priistas vino de los González Márquez, los Estrada Cajigal, los Duarte o los Borge? Lo que haya sido, no fue menor. ¿Cuánto le va a costar a la Presidenta Cuauhtémoc Blanco, el desastre del peón-aviador de Adán Augusto, cuánto pagará por la zafiedad de Rocha?
Claudia Sheinbaum ha de pasar de compañera a jefa del movimiento. Y asumirse como garante de un modelo de gobernabilidad basado en la eficiencia y la honradez. Hoy Morena puede presumir que sabe conquistar el poder. Está muy lejos, en cambio, de demostrar que gobierna bien.
No va a haber nada parecido a segundo piso de eso que llaman transformación si los gobiernos estatales guinda siguen afanados en destacar en un concurso de arrogancia, impericia, corrupción, pactos inconfesables, cerrazón ante la ciudadanía y, en pocas palabras, indolencia ante la inseguridad.
Y, a diferencia de su antecesor, por escasez de recursos económicos, malas finanzas nacionales y la llegada de Trump, la Presidenta no tiene margen de maniobra para creer que con shows mañaneros podrá ocultar los desastres de las y los gobernadores. De su partido y de otros partidos, que conste.