De golpe se le cayeron las máscaras. Por décadas Andrés Manuel López Obrador construyó una imagen pública que era la antítesis de su persona privada. Se presentaba como un demócrata ansioso de servir al pueblo, un republicano austero y honrado. Incansable haciendo campaña, demostró que no había ranchería que no estuviese dispuesto a visitar, que no dejaría vereda sin transitar buscando votos.
Quizá México nunca volverá a ver un animal político igual: taimado, cauto, extraordinariamente tenaz, con una inteligencia marcadamente mediocre pero un instinto brutal para detectar los temas más atrayentes para la ciudadanía. Por años supo mantener el más extraordinario equilibrio, bordeando la ilegalidad con narrativas audaces, enredando a los votantes con sus cuentos.
El López de la década de 1990 no era un delincuente que tomaba pozos petroleros, era un líder que abanderaba causas populares. El jefe de Gobierno de 2004 no desobedecía órdenes judiciales, era un hombre que no se doblaba ante la injustica del desafuero. El perdedor de 2006 no fue un golpista, sino un demócrata al que habían robado en las urnas. Así construyó, por años, una coraza de impunidad que lo volvió intocable.
De Zedillo a Peña Nieto, todos enfrentaron sus feroces ataques que dinamitaban la gobernabilidad. A Zedillo le recetó el Fobaproa, un rescate de ahorradores y fundamental para preservar el sistema de pagos, como un saqueo a la nación. Para Fox fueron los sinsabores del desafuero y para Felipe Calderón un sexenio cuestionado como “espurio”. Peña Nieto igual bajo asedio por sus corruptelas y los ataques a políticas públicas necesarias, como la liberalización energética y la reforma educativa. Todos, menos Zedillo, demolidos por dar ‘gasolinazos’. Ninguno quiso o pudo frenarlo.
Millones hartos de la corrupción y el oropel peñista le entregaron presidencia y Congreso en bandeja. En Palacio Nacional cayó una careta: no le gusta gobernar o, más bien, cree que hacer campaña es gobernar. Con el Congreso subordinado y el Poder Judicial amedrentado, haciendo nombramientos y empujando a funcionarios en organismos autónomos a renunciar, fue mostrando al autoritario que siempre fue, encabezando un gobierno de improvisados sin controles ni contrapesos.
Pero al demagogo le llegó, por fin, un rival a su altura. Carlos Loret de Mola le encontró su talón de Aquiles: un hijo igual de corrupto, pero sin la hipocresía y cinismo del padre. Y golpeó con ese símbolo que odian los mexicanos: la casa. Lo experimentó José López Portillo con su ‘colina del perro’ y Peña con la ‘casa blanca’. Hoy es la ‘casa gris’.
Contra las cuerdas, el tabasqueño no finteó o se evadió como tantas veces. Ante un enemigo real y no uno de sus tantos inventados, lo abandonó la sagacidad, y se puso a lanzar golpes a tontas y locas. Su gobierno solo ha sabido propinarse balazos en los pies. Pemex publicó cifras que permitieron apuntalar el conflicto de interés; el hijo se enredó con otro grupo empresarial favorito de López al ostentarse como su asesor legal (al parecer para desmentir el dicho paterno que la del dinero era su esposa).
El emperador camina desnudo y herido. No duda en romper la ley atacando a Loret porque sabe que nada le pasará. Cegado de coraje, López Obrador no ve que al moverse solo se hunde más en ese pantano que, dijo tantas veces, jamás lo mancharía. Sin esa careta de demócrata que nunca le gustó, quien ahora está en Palacio es un dictador peligroso, porque sabe que su verdadero rostro, con toda su podredumbre, quedó al descubierto.