El peso cerró ayer en 18.848 unidades por dólar, su mejor nivel desde febrero 2020, antes de desplomarse (como muchas otras monedas) por el estallido de la pandemia. En las últimas tres semanas ha estado imparable en su apreciación (estaba en 19.778 el 19 de diciembre). El presidente López Obrador y miembros de su gobierno no se cansan de presumirlo. Nunca, dicen, el peso se había apreciado en términos nominales en un sexenio. Tienen razón, salvo por el detalle (no menor) que el sexenio dista mucho de haber terminado.
Hay otra comparación menos halagadora: el tipo de cambio de 25.135 registrado el 23 de marzo de 2020, el nivel nominal más bajo de la historia, también durante esta administración. Por supuesto, por el pánico desatado al principio de la pandemia. El peso tan débil de entonces no se explica por las políticas del tabasqueño, como tampoco la moneda fuerte de hoy.
El principal responsable del actual tipo de cambio está en el gobierno, pero no en Palacio Nacional. Es el Banco de México, que ha aumentado la tasa de interés objetivo a un nivel nunca visto desde que esta fue establecida como principal herramienta de la política monetaria en enero 2008. Actualmente está en 10.5 por ciento, y se espera siga aumentando. La diferencia con su principal referente, la tasa fijada por la Reserva Federal estadounidense, es de seis puntos porcentuales. Es extraordinariamente atractivo ahorrar en la moneda nacional.
El banco central es autónomo, y sus decisiones tomadas sin consultar al Presidente (el titular de Hacienda puede opinar, pero no votar). No es que AMLO se pueda dar crédito por ellas, al contrario, ha criticado varias veces a Banxico por aumentar tanto la tasa. Le encanta presumir la consecuencia, el tipo de cambio, eso sí como si le correspondiera.
¿Motivos adicionales que expliquen la apreciación del peso? Las remesas, un diluvio de dólares que aumenta la oferta de esa divisa, y por ende presiona su precio a la baja. El acumulado anual al mes de noviembre rozaba los 58 mil millones de dólares, cuando al inicio del sexenio obradorista estaba en 34 mil millones. Un aumento notable, pero es el dinero que envían los trabajadores que el país ha expulsado, lo que difícilmente se puede presumir como un logro. Otra causa del peso fuerte ha sido el elevado precio del petróleo en el último año. Tampoco es una variable en la que pueda influir AMLO.
El crecimiento económico, en cambio, ha sido paupérrimo. Apenas este año se recuperará el nivel registrado antes de la pandemia. La inversión pública se enfoca en elefantes blancos, la privada se enfrenta a un ambiente hostil entre los ataques presidenciales (destacadamente en el sector energético) y problemas como la extorsión por bandas criminales. El crecimiento de largo plazo depende además de la educación y salud de la población, eso sí gracias al tabasqueño, en manos de la CNTE y el INSABI.
Lo que sí puede hacer AMLO en los 20 meses que le quedan de gobierno es causar mayor daño a la economía y una grave incertidumbre política, sobre todo por su deseo de destruir al INE y la democracia que le permitió llegar al poder, además de esa obsesión por acabar sus elefantes blancos, aunque no funcionen. El mesiánico de Palacio Nacional tiene mucho poder, pero una estampida financiera puede derribar al peso en cuestión de días, como ocurrió en 1994, 2008 o 2020. Ciertamente el peso que tanto presume López Obrador es un gigante, pero con pies de arena.