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Scooby y el cazo hirviendo de México

El asesinato de un perro ha retratado lo peor pero también lo mejor de un país, incluyendo en esto último una inusual rapidez en la búsqueda y captura del culpable.

“Porque el destino de los seres humanos y el de los animales es el mismo; como mueren los unos, así mueren los otros, y los seres humanos no tienen ventaja sobre los animales” (Eclesiastés 3:19).

La innecesaria crueldad, brutalidad tan casual, una acción despiadada contra un ser inerme que no tenía nada que ver y simplemente pasaba por ahí. Ese perro que en un principio conocimos como Benito y posteriormente como Scooby quedó al alcance de un ser inmundo que, sin dudarlo, lo usó como ejemplo para mostrar de lo que era capaz. Y lo demostró, solo que sin imaginarse que estaba siendo grabado, que su acción sería reproducida una y otra vez ante millones. Horror, repugnancia, asco y sobre todo una profunda tristeza y furia.

México es también un hervidero, un país en que muchas personas han degenerado por medio del crimen. Se han embrutecido e insensibilizado, hiriendo y matando sin remordimiento alguno. La muerte es para ellos algo habitual, esperado en la actividad cotidiana. Ver correr sangre, escuchar aterradores aullidos de dolor, contemplar un cuerpo destrozado al que se escapa la vida, se ha convertido en rutina y por ello en algo aceptable. En ese recipiente ardiendo que es México mueren cerca de 100 personas cada día.

A diferencia del cazo y Scooby, es una violencia con muchos rostros y sin cámaras. Los testigos que hay son cómplices y no se horrorizan ante la violencia. Hay muertes rápidas, otras precedidas por días de tortura, el último acto en una sucesión impresionante de salvajismo. Hay cuerpos disueltos igualmente en vasijas cuyo contenido quema y disuelve desde los tejidos hasta los huesos, los llamados pozoleados. Y hay muertes de inocentes que solo tuvieron la terrible suerte de estar en el lugar y momento equivocado, como el empleado de un negocio cuyo dueño no quería pagar la cuota exigida. Una ráfaga de metralleta que alcanzó a esa persona y cegó su vida para mostrarle a su patrón, como ocurrió con Scooby, de lo que son capaces.

La muerte de Scooby ha mostrado al menos que la insensibilidad no ha permeado por completo en millones, que no ha desaparecido la capacidad de sentir horror y repugnancia ante una violencia tan brutal como gratuita e innecesaria. Cuando el asesino fue detenido, muchos de los comunicadores presentes no estaban grabando la noticia con la frialdad de un profesional que sin duda ha visto muchas veces la cara de la violencia, registrando el hecho como un evento más. Al contrario, mostraron el coraje y sed de justicia que tantos reclaman.

El asesinato de un perro ha retratado lo peor pero también lo mejor de un país, incluyendo en esto último una inusual rapidez en la búsqueda y captura del culpable. Lástima que aquellos criminales que matan con absoluta normalidad no sientan que pende sobre ellos la posibilidad de una justicia similar. Ya no por humanidad, sino por simple conveniencia y hasta supervivencia, se lo pensarían dos veces antes de accionar un gatillo o clavar un cuchillo.

La muerte desgarradora de un ser vulnerable que no tenía por qué ver terminada prematuramente su vida, mueve y conmueve cuando miles de hechos similares pasan ante la endurecida indiferencia de muchos. En 2015 el cuerpo de un niño sirio de tres años en una playa turca ayudó a que se abrieran las puertas europeas para miles de migrantes de ese país. Quizá en alguna forma igualmente inesperada la muerte de Scooby hará una diferencia en este crisol hirviente que es México.

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