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Presidente acorralado

López Obrador esperaba un cierre esplendoroso al ponerse su sol sexenal. Por el contrario, en los últimos meses se le han acumulado los nubarrones de fracasos y escándalos.

Para Andrés Manuel López Obrador la mejor forma de defensa es el ataque. Una vez más, buscando reducir el impacto de un golpe mediático, se lanza a disparar sin molestarse en desenfundar y se dio un formidable tiro en el pie. No hay duda de que el reportaje del New York Times, sobre posibles nexos de allegados suyos con el narco y recibiendo dinero de estos, habría tenido un fuerte impacto. Pero avisando sobre el incendio que estaba por desatarse, le arrojó gasolina. AMLO advirtió sobre el mismo antes de que se publicara, atacando con fiereza al diario, solo añadiendo interés y expectación.

Sin embargo, el reportaje del periódico estadounidense no ofrece certezas y es claro que las investigaciones sobre esas posibles entregas de dinero del narco se archivaron hace tiempo. Es más, establece claramente que no hay evidencia alguna que permita afirmar un contacto directo entre el hoy Presidente y capos de la droga. Es extraordinariamente cauto y profesional señalando que los dichos de criminales no pueden ser muchas veces verificados.

¿Es noticia? Sin duda: una agencia del gobierno estadounidense investigó al círculo íntimo de quien ahora es Presidente. Las sospechas como receptores de dinero se hacen extensivas incluso a sus hijos. Pero el artículo es también un ensayo que traza magistralmente la realpolitik del gobierno estadounidense, en este caso de la administración Biden. Sería extraordinariamente complejo y riesgoso lanzar una acusación contra un Presidente en el cargo, sobre todo de un país tan importante como México. La fiera reacción de AMLO, y la cúpula militar que tanto poder tiene gracias al tabasqueño, ante el arresto del general Salvador Cienfuegos en octubre de 2020, de tal magnitud que se logró su pronta liberación, sería un juego de niños comparado con una orden de investigar judicialmente al tabasqueño.

Pero lo que ahora es imposible deja de serlo cuando López Obrador abandone Palacio Nacional el primer día de octubre. Este esperaba un cierre esplendoroso al ponerse su sol sexenal. Por el contrario, en los últimos meses se le han acumulado los nubarrones de fracasos y escándalos. Incluso como Presidente no se cansó de ofrecer promesas delirantes que ya lo alcanzaron. Dos Bocas sigue sin producir gasolina, el Tren Maya es un desastre ecológico, aunque al menos atrae más pasajeros (pocos) que el AIFA (muy pocos). La producción petrolera está estancada y el sistema de salud pública es ciertamente como el de Dinamarca, pero en la Edad Media.

Lo peor son las raterías que, un día sí y otro también, siguen siendo evidenciadas. Esa corrupción que tanto ofreció erradicar. Esta ya no trata de las empresas que él mismo creó (Segalmex) o funcionarios cercanos a su persona. Ahora es su familia. Lo que no queda claro es si los amigos íntimos de hijos y sobrinos, los que han recibido contratos tan jugosos, son los socios o simplemente los prestanombres de los apellidados López y Beltrán. Tampoco es para despreciar otro reciente testimonio de un exlíder nacional del PRD, Carlos Navarrete, certificando que AMLO recibía, no sobres, sino millones de pesos en maletas llenas de efectivo.

El pasado y el presente acorralan a un Presidente que actúa con la fiereza de una bestia cercada y herida mientras su gobierno se desmorona en el desprestigio. Pero sobre todo está reaccionando ante un futuro en el que podría ser requerido por el gobierno de Estados Unidos –y no precisamente para ver un partido de beisbol.

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