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El porrismo destructor de México

López Obrador quiere legar a quien le suceda un país sin equilibrio de poderes y sujeto al autoritarismo sin contrapesos. Ahí está la apuesta final del porrismo destructor.

Lenia Batres representa la expresión más pura del porrismo destructor que encabeza Andrés Manuel López Obrador. No se avergüenza de su ignorancia, sino que la presume como una fortaleza. Su único sostén es el poder político que la encumbró, y con eso le basta para pontificar ante sus pares, evidenciando sin pudor que está en la Suprema Corte para servir a su patrón. No muestra el menor afán de buscar subsanar su falta de conocimiento o experiencia. Está ante gigantes del Derecho y ni siquiera pretende una batalla intelectual en esa arena; lo suyo es descender y buscar la confrontación desde la demagogia más barata. Si la mayoría del pueblo mexicano tiene un nivel de educación apenas superior a la primaria, en ella han encontrado a una digna representante. Batres Guadarrama es, según su autoproclamación, la “ministra del pueblo”.

Su nombramiento mostró que AMLO había aprendido finalmente la lección: no podía fiarse de nadie que no fuese tan ignorante como él mismo. Nombró algunos ministros competentes y, horror, tomaron decisiones propias. Para destruir instituciones se necesita abundancia de lealtad y ausencia de escrúpulos. Nada teme el que nada sabe; la ignorancia permite obedecer sin conocer las consecuencias. Batres pontifica con singular desparpajo ante sus colegas que la Suprema Corte no puede frenar las acciones del Congreso. No porque así lo establezca la Constitución, sino porque así lo desearía el Presidente. Cumple su misión sin importarle el ridículo.

El sexenio llega a sus meses finales con esa singular mezcla de mesianismo y porrismo, con el Presidente ahora obsesionado en tratar de tapar sus fracasos con nombramientos como el de Batres o leyes que le permitan igual apropiarse de los ahorros en las afores que amnistiar a quien mejor le parezca. AMLO cierra su administración en un afán destructor sin paralelo en el México moderno, obsesionado en arrasar con todo aquello que estorbó su paso y le impidió alcanzar esa transformación histórica que vislumbró en sus delirios.

Llegó al poder convencido de su propio destino y grandeza, con la certeza de que sus ideas, maduradas a lo largo de toda una vida en política, lo colocarían en los anales de la patria a la par de Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas. Ahora sabe que el tiempo se agotó y que en los cinco meses que quedan no puede cumplir lo que no consiguió en cinco años y medio. El reloj está por vaciarse de arena. Ya no puede engañar ni, por más que lo intente, engañarse a sí mismo.

Creyó que la realidad se doblegaría ante su voluntad y poder, y lo que contemplan sus ojos cuando se atreve a abrirlos es una serie de fracasos, desde Pemex hasta el Tren Maya pasando por Dos Bocas. Sigue ofreciendo el sistema de salud como Dinamarca, en tanto la infraestructura hospitalaria se cae a pedazos y los medicamentos siguen sin aparecer en los anaqueles de su mega farmacia.

Lo que le queda es responsabilizar a otros del desastre que entregará. No le es difícil, es el camino que siempre ha tomado, impelido por el odio y el rencor, y ahora además por la frustración. Desde hace meses su ira se proyecta contra la Suprema Corte, la institución que presenta ante sus fieles como culpable de sus tropiezos, ese obstáculo contra el cual se estrelló la transformación. Ahora es el afán de legar a quien le suceda en Palacio Nacional un país sin equilibrio de poderes y sujeto al autoritarismo sin contrapesos. Ahí está la apuesta final del porrismo destructor.

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