A todas las víctimas de este gobierno.
El sexenio de la muerte y la enfermedad. Como tanto ambicionó, López Obrador hizo historia. Solo entre muertos excesivos por covid y homicidios dolosos, en su gobierno habrá acumulado un millón de muertos. Su tan cacareada cuarta transformación tuvo, como la Independencia, Reforma y Revolución, fallecidos en abundancia, con la diferencia de que las anteriores fueron guerras. Un millón de cadáveres de bebés, niños, jóvenes, adultos y ancianos. Si estuvieran colocados en línea, el tabasqueño podría salir de Palacio Nacional y caminar sobre ellos sin tocar el suelo hasta llegar a su hacienda de Palenque y seguir pisando carne y huesos hasta la frontera sur, cruzar Guatemala y continuar hasta El Salvador.
El dolor ajeno le es por completo ajeno a AMLO. Hay que tener un grado de sociopatía digno de estudio para que a una persona le interese más refinar petróleo o construir un tren que proveer medicamentos oncológicos a niños, comida a pobres por medio de comedores comunitarios o estancias infantiles para que madres puedan estudiar o trabajar. Solo quien tiene una dura coraza ante el dolor puede plantarse ante la nación y reírse de las masacres que están aterrorizando a la población mientras que, en cambio, tiende la mano y ofrece abrazos a las mafias criminales. Un abrazo y consuelo que siempre rehusó, en cambio, a las madres buscadoras.
Había siempre una víctima, una sola, a la que López Obrador prestaba asidua atención, a la que dedicaba largo tiempo en sus mañaneras, siempre presto para defenderla con fiereza: él mismo. Ante una nueva matazón, un fallecimiento que llegaba a destacar a pesar de la cotidianidad de la violencia más brutal (el del niño Emiliano en días recientes), el inquilino de Palacio se erigía como el principal perjudicado. Es que sus rivales políticos buscaban dañarlo destacando lo ocurrido. Nunca se cansó de ser la primera víctima de la nación.
No es que AMLO sea un sádico que goza ante el dolor de otros. Simplemente durante su gobierno tuvo otras prioridades, como aumentar la refinación de gasolina o revivir una aerolínea estatal, y a ellas enfocó los recursos que recibía su gobierno por medio de impuestos y todo lo que podía saquear del presupuesto federal, que para efectos prácticos trató como su cuenta personal.
Su intensa interacción con las masas durante décadas habría hecho pensar que el Presidente tenía la empatía a flor de piel, sobre todo por los más desprotegidos. Que el recorrer los municipios más pobres del país, esos caminos ajenos al asfalto, habría traído como resultado un “por el bien de México, primero los pobres”. Pero esas palabras no pasaron de ser un lema de campaña. Millones le entregaron su esperanza y a muchos a cambio les regaló enfermedad y muerte. Pero a sus ojos era necesario: destruir el Seguro Popular y su apoyo para enfermedades catastróficas, como un cáncer, permitieron construir unos kilómetros de vías férreas en Yucatán. Para AMLO ese intercambio valió la pena.
Será el legado más duradero de quien tanto ambicionó el poder. Muchas familias recordarán su sexenio como aquel en que perdieron al abuelo, padre, madre o hijo, víctima de una enfermedad o una bala. Mientras tanto, estará en Palenque pensando en sus obras, ese hermoso tren, la fantástica refinería, esos fierros, tan costosos como inútiles, que se pagaron con sufrimiento y lágrimas. Como un sepulturero, caminará sobre las tumbas que cavó con indiferencia.