Mientras México se precipita hacia una elección trascendental en julio, el Partido Revolucionario Institucional que dominó el país por casi un siglo parece condenado a la extinción política. Por desgracia, sin embargo, aunque el PRI se desmorone, el sistema clientelista que creó, y que lastra a México, probablemente continúe.
Se suponía que las cosas no tomarían este cariz. Se suponía que el presidente Enrique Peña Nieto iba a ser el salvador del PRI. Después de fuertes pérdidas en el Poder Legislativo y un desolador tercer puesto en la carrera presidencial de 2006, el fotogénico gobernador echó mano de su linaje político, su historia personal hecha para la televisión y una maquinaria partidista revitalizada para ganar las elecciones de 2012 por unos tres millones de votos, logrando que el PRI volviera a ser el partido más grande en ambas cámaras del Congreso. Después de doce años en la congeladora, el PRI parecía estar de vuelta y adaptado a una era más democrática.
Sin embargo, ahora Peña parece ser el enterrador del PRI. Las encuestas auguran el inminente fin del partido. Su candidato presidencial, José Antonio Meade, ocupa el tercer puesto en intención de voto (muchas encuestas estiman un apoyo de menos de dos de cada diez mexicanos). En cuanto a los estados, el partido va a la zaga en todos menos en Campeche, que ostenta menos del uno por ciento de la población del país. Parece que perderá más de 30 de sus 55 escaños actuales en el Senado, y más de cien escaños en la Cámara de Diputados, quedando el tercero en términos de tamaño e influencia en un nuevo Congreso. En el mejor de los casos, podría ganar una de las nueve gubernaturas en juego en julio; de ser así, el PRI controlará apenas una docena de los 32 estados del país, en comparación con todos y cada uno hace 30 años.
La aniquilación del PRI es aún más impactante dada su famosa adaptabilidad y resiliencia. La clave de su longevidad residía en su modelo big tent, una gran carpa sin ideología definida que le permitió incorporar, apaciguar y, en última instancia, controlar diferentes grupos de intereses. Al crear columnas oficiales de trabajadores, campesinos, profesionales y burócratas, el PRI se aseguró de que los conflictos políticos ocurrieran dentro del partido y fueran mediados por él, no por el gobierno. De esa forma, aun cuando bandos particulares perdieran, el partido, como el árbitro definitivo e indispensable, aún ganaba. Y la promesa de que los perdedores leales serían compensados o recompensados políticamente en la siguiente ronda aceitó la maquinaria por años.
El PRI reforzó este control manipulando a la prensa a través de una mezcla de generosos presupuestos publicitarios, pagos personales y control de los periódicos. Compró el apoyo de las empresas a través de dádivas, subsidios y concesiones. Su clientelismo se extendió a las personas: los líderes locales del PRI movilizaban a los votantes con lavadoras, materiales de construcción o incluso una torta obsequiada en un mitin o en las casillas de votación.
El PRI tampoco tuvo reparos en manipular las urnas, más de una vez pudo haber perdido el voto, pero ganó las elecciones. A veces recurrió a la represión abierta, principalmente de la oposición izquierdista. Pero su verdadero ingenio y capacidad de permanencia provinieron de organizar y comprar a la sociedad y los intereses. Fuera de la esfera y la mirada pública, estas negociaciones a puertas cerradas y el dinero le permitieron reforzar su dominio.
Desde el comienzo del siglo XXI, este sistema parecía tambalearse. La competencia democrática despojó al PRI del cuasi monopolio político, disminuyendo su control sobre quienes buscaban cargos públicos y sobre las arcas públicas. La creciente violencia e inseguridad borraron la creencia en la capacidad del PRI para 'hacer las cosas'. Y los sucesivos escándalos de corrupción revelaron el lado más sórdido de estos intercambios clientelares.
Pero la cuestión es esta: A pesar de que el candidato favorito, Andrés Manuel López Obrador, ha criticado duramente a la "mafia del poder" del PRI, él está intentando modelar su partido Morena a su imagen y semejanza.
Para su carpa política, AMLO ha invitado a sindicatos de maestros y líderes sindicales, entre ellos el exdirigente del sindicato minero Napoleón Gómez Urrutia, actualmente exiliado en Canadá por acusaciones de haber desviado 55 millones de dólares del fideicomiso de los agremiados. AMLO se ha acercado tanto a trabajadores y organizaciones rurales como a conservadores religiosos. Está cortejando a las bases del PRI, y atrajo a su lado a muchos notables del partido, incluidos los exsecretarios de Gobernación Manuel Bartlett y Esteban Moctezuma Barragán, al ofrecer implícitamente una indulgencia por los pecados del pasado. Y como muchos de sus otrora compañeros priistas, no necesita las voces independientes de la sociedad civil o los medios, acusándolos de ser parte de la mafia del poder y de proteger en lugar de combatir la corrupción.
En lugar de cambiar el sistema político de México, AMLO busca reforzarlo. Es cierto, si gana, su nuevo aparato político no durará tanto como el PRI. México ha cambiado profundamente, su economía es más abierta, diversificada e impulsada por el sector privado durante el apogeo del PRI a mitad del siglo XX. Los ciudadanos tienen más acceso a la información y los votantes se consideran más independientes que en el pasado. Y Morena no alcanzará el monopolio del poder en todos los niveles de gobierno que el PRI ejerció durante décadas.
La estrategia de AMLO y de Morena demuestra la sorprendente resistencia y longevidad del sistema que canaliza la competencia y los conflictos a puerta cerrada en lugar de acudir a procesos democráticos y las ramas del gobierno. Esta forma de política continuará frenando a México, pues depende del clientelismo y la corrupción en vez de la legislación y el Estado de derecho. Tal vez el PRI muera pronto. Desafortunadamente, el sistema que engendró parece decidido a quedarse.