Sonya Santos

Los banquetes de Enrique VIII

Una de las delicias más curiosas era la cola de castor a la parrilla, popular especialmente los viernes cuando la tradición cristiana prohibía el consumo de carne.

Enrique VIII, uno de los monarcas más icónicos de Inglaterra, no solo es recordado por sus múltiples matrimonios y su papel en la creación de la Iglesia Anglicana, sino también por su voraz apetito. Gobernó desde 1509 hasta su muerte en 1547. No escatimaba en la indulgencia culinaria, haciendo de los banquetes una muestra de poder, riqueza y excesos.

Los retratos de Enrique VIII suelen mostrar a un hombre robusto, reflejando su fuerte presencia física y su afición por la buena mesa. A lo largo de su vida presidió banquetes majestuosos y amplió el espacio de la cocina de su palacio en Hampton Court donde 200 cocineros preparaban comidas fastuosas de hasta 14 platos para cada uno los 600 miembros de la nobleza y servidores de la corona.

Uno de los elementos más impresionantes de la corte de Enrique VIII era la diversidad y exuberancia de los alimentos que se servían. Entre las carnes asadas más populares se encontraba el cerdo y el jabalí, símbolo de estatus y opulencia. En un año típico, las cocinas reales preparaban más de 14 mil animales grandes, lo que subrayaba la magnitud del consumo de carne. Asarla en lugar de hervirla, era un lujo reservado para los más ricos, ya que requería grandes cantidades de combustible y mano de obra.

Una de las delicias más curiosas era la cola de castor a la parrilla, popular especialmente los viernes cuando la tradición cristiana prohibía el consumo de carne. Sorprendentemente, en la Edad Media, el castor era considerado un pez, lo que permitía disfrutar de este platillo durante las restricciones religiosas.

La suntuosidad de las comilonas de rey no se limitaba a las proteínas tradicionales. Entre los platos más extravagantes destacaba el pavo real asado, que se servía decorado con sus propias plumas y el pico dorado, simbolizando el lujo en la corte. También se ofrecían órganos internos de animales, como pulmones, ubres de vaca, morcillas, y una cabeza de jabalí adornada con laurel y romero, que servía como centro de mesa de las fiestas navideñas. Otro plato era la carne de ballena, común y barata, pero capaz de alimentar a cientos de personas.

El cisne mudo asado, reservado para ocasiones especiales, se presentaba con una corona de oro sobre la cabeza del ave. Hasta el día de hoy en Inglaterra, aunque ya está prohibido consumirlos, esta especie de cisnes tradicionalmente son considerados propiedad de la Corona, que, a diferencia de otras especies, emiten muy pocos sonidos o llamados. Sin embargo, pueden producir siseos si se sienten amenazados.

Las verduras eran un alimento poco consumido en la corte de Enrique VIII. Se consideraban comida de pobres y apenas representaban el 20 por ciento de la dieta del rey y sus invitados. Esto contrasta con la alimentación de los plebeyos de la época, quienes dependían en gran medida de las verduras, legumbres y cereales.

Aunque los postres no eran comunes en los banquetes Tudor, el rey tenía una debilidad por el mazapán, una pasta de almendras molidas, azúcar y claras de huevo. Existía la tradición del pastel de frutas especiado que era el protagonista de la Duodécima Noche, una festividad que se celebraba cada seis de enero, en el que se escondía un chícharo seco, y quien lo encontrara era coronado como ‘el rey del chícharo’, obteniendo el honor de ser tratado como un invitado especial por el resto de la noche.

No es de sorprender que los festines reales estuvieran acompañados por generosas cantidades de alcohol. En Hampton Court, se consumían anualmente más de 2.4 millones de litros de cerveza, y el vino con un consumo aproximado de 300 mil litros al año.

Era un gran amante de las frutas, especialmente de las fresas y cerezas, que las prefería crudas, la mayoría se comían cocidas en tartas o conservas. Las naranjas y limones, importadas y caras, también formaban parte de su dieta, y se sabe que en 1534 compró un colador especial solo para el jugo de naranja.

Enrique VIII llevó los placeres gastronómicos a un nivel nunca antes visto en Inglaterra. Sus banquetes no solo eran una muestra de supremacía y abundancia, sino también un reflejo de su personalidad extravagante y sus gustos refinados. A través de la comida, afirmaba su autoridad, su magnificencia y su lugar en la historia, dejando un legado tan amplio como su propia figura.

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