Desde hace más de un siglo, las comidas inaugurales de los presidentes de Estados Unidos han trascendido lo culinario para convertirse en un escaparate de identidad nacional y orgullo patriótico. Estos eventos no solo celebran la transición del poder, lo que en México llamamos “toma de posesión” sino que también promueven los alimentos icónicos de distintas regiones del país, consolidando el imaginario colectivo de una nación diversa y unida a través de su gastronomía.
El acto de sentarse a una mesa para degustar ingredientes locales, cuidadosamente seleccionados, refuerza la conexión del presidente y sus invitados con la riqueza cultural, agrícola y ganadera, así como con los productos del mar y de las aves, del país. De este modo, los almuerzos inaugurales alimentan a sus asistentes, y también tiene un sentido de pertenencia y admiración por los productos que forman parte de la identidad estadounidense.
Este año, Donald Trump vuelve a la Casa Blanca con un menú en dicha comida que refleja un equilibrio entre lujo y regionalismo. El almuerzo, servido en el majestuoso Statuary Hall del Capitolio, inició con Chesapeake crab cakes, maridados con un chardonnay de Virginia. El plato principal, un angus rib-eye de Omaha, Nebraska, se acompañó de zanahorias, brócoli y papas gratinadas, elevando productos agrícolas y cárnicos icónicos. El postre, una terrina de manzana de Minnesota con helado de crema, rindió homenaje a la herencia frutal del Medio Oeste.
Para los amantes del vino, la selección incluyó etiquetas de Nuevo México, Napa Valley y Sonoma, reafirmando la reputación vinícola de estas regiones. Aunque no formó parte del menú oficial, es casi seguro que Trump disfrutó de su inseparable Diet Coke, un detalle que lo distingue ya que no bebe alcohol y es adicto a la gaseosa.
La tradición del almuerzo inaugural comenzó en 1897 con el presidente William McKinley, pero se formalizó en 1953, con Dwight D. Eisenhower. Desde entonces, los menús han reflejado tanto los orígenes de los presidentes como las tendencias culinarias de su época. Por ejemplo, en 1961, John F. Kennedy destacó la langosta de Nueva Inglaterra como protagonista, un guiño a sus raíces en Massachusetts y su gusto por los mariscos. En 1981, Ronald Reagan incorporó una ensalada inspirada en los huertos de California, resaltando la importancia agrícola de su estado natal. Durante la Segunda Guerra Mundial, Franklin D. Roosevelt, en 1945, ofreció un modesto almuerzo de ensalada de pollo, reflejando las restricciones del racionamiento y el espíritu de austeridad. Barack Obama, en 2009, puso énfasis en la sostenibilidad con un menú que incluía pato ahumado de Oregón, acompañado de un puré de camote de Virginia. Aunque no hubo almuerzo formal durante la época de Abraham Lincoln en 1865, los banquetes de su administración solían incluir pasteles de cerdo y platos sencillos que conectaban con su origen rural.
Estos eventos políticos son símbolos de unidad y orgullo nacional. Al resaltar productos locales, promueven la agricultura, la ganadería y la pesca estadounidense, mostrando al mundo la riqueza y diversidad de su gastronomía. Además, refuerzan un sentido de continuidad histórica, conectando a los presidentes con las tradiciones del país.
Los eventos inaugurales nos recuerdan que la comida tiene el poder de contar historias, unir comunidades y celebrar la cultura de una nación.
¿Y en México, qué se sirve?
El hermetismo y la discreción que caracterizaban a las administraciones de antaño evitaban hablar abiertamente de cenas y comidas oficiales, relegando el tema gastronómico a un segundo plano. En las últimas administraciones, los pocos eventos sociales han retomado ese aire de secretismo, siendo en ocasiones calificados como “fifís”, lo que ha limitado la divulgación del menú completo de las cenas de Estado.
Esta actitud parece sugerir que recibir “en casa” a los invitados, por más sencillo que sea el banquete, se percibe casi como un “delito”. Así, una vez más, la cultura y la tradición culinaria se ven relegadas, perdiendo el protagonismo que merecen. Esto no solo afecta su papel como símbolo de identidad y unidad para los habitantes, sino que también deja de lado la promoción de los productos locales y la riqueza de nuestra gastronomía, considerada como una de las más ricas del mundo.