No importa si uno viene de otro país, desde algún Estado de la República o incluso desde un barrio de la propia capital, el Templo Mayor es un destino obligado para todo el que visita el centro histórico de la Ciudad de México. Junto a la Catedral Metropolitana y al Palacio Nacional, se ubica este museo y zona arqueológica, quizá uno de los más ardientes vestigios de una historia prehispánica que no sólo se niega a permanecer enterrada, sino que emerge a la menor provocación en nuestro lenguaje, nuestras tradiciones, nuestra comida, nuestras leyendas y, por supuesto, de las entrañas de una tierra cuyos secretos no dejan de sorprendernos.
Desde que en 1978 una brigada de trabajadores de la compañía de Luz y Fuerza del Centro tropezó con el monolito conocido como Coyolxauhqui, el Instituto Nacional de Antropología e Historia implementó un programa de rescate y exploración que bajo el mando de Eduardo Matos Moctezuma permitió abrir las puertas del museo en 1987.
A mediados de febrero de este año, este proyecto arqueológico que ya tanto ha contribuido a la comprensión de nuestro pasado abrió al público un nuevo espacio. En la calle de Guatemala número 16, detrás de unos tablones provisionales y sin número, encontramos un pasillo que parece oscuro en primera instancia. Conforme uno avanza el cambio de clima es evidente. Una sensación de frescor nos hace olvidar el calor que castiga a las calles del Centro Histórico y, con nuestras pupilas ya adaptadas, percibimos una luz tenue que nos guía por el pasillo flanqueado por fotos que retratan arduas labores arqueológicas. Al final del pasillo, nos espera una moderna escalera de metal que baja a un espacio perfectamente iluminado. Es curioso como unos cuantos escalones nos permiten descender más de cinco siglos para adentrarnos en la capital mexica, la gran Tenochtitlán. Una vez abajo, lo primero que sorprende es que, según relatan los arqueólogos, los dueños del predio preparan sobre este museo subterráneo una ampliación del Hotel Catedral. A pesar de ello, una compleja estructura formada por vigas de acero permiten asomarnos a la historia que brota bajo calles recorridas por millones de transeúntes a lo largo de los siglos.
Al pie de la escalera, se encuentra en exhibición una banqueta y una escalinata que pertenecieron a la parte trasera del gran juego de pelota o Teotlachco de Tenochtitlán. Los arqueólogos piensan que esa escalinata conducía a un pórtico cuya cubierta servía de grada para observar la cancha en forma de doble T en que los jugadores lograban, con una destreza desconocida en estos tiempos, golpear con la cadera una pelota de duro caucho para hacerla pasar a través de un anillo empotrado en la pared.
En el juego de pelota se mezclaba lo sagrado, lo político y lo simbólico en un rito que incluía con frecuencia sacrificios humanos y que, en algunas versiones del juego, se decapitaba a los perdedores. Quizá por eso en uno de los costados de esta escalinata se encontró una ofrenda con los huesos de los cuellos de alrededor de 30 personas. No sabemos el significado de esta ofrenda ni el destino de los cuerpos y cabezas de estos cuellos; pero es posible que la sangre profusa de sus cuerpos haya sido usada en algún rito para nutrir la tierra y garantizar con ello la continuidad del universo mexica.
Algo más adelante del Juego de Pelota encontramos una esquina trasera del Templo de Ehécatl, el antiguo dios del viento mexica emparentado con el mítico Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que se adoraba desde los tiempos de los toltecas y mayas, unos mil años antes de la llegada de los españoles.
Se trata de una sección de una base rectangular con una saliente semicircular de unos 15 metros de diámetro. En la cúspide de este monumental edificio de cerca de 32 metros de altura se encontraba el templo circular cuya entrada poseía bajo relieves que simulaban las fauces de una enorme serpiente. Esa entrada miraba de frente al adoratorio del dios de la lluvia Tláloc, en el Templo Mayor. Quizá ello era necesario pues juntos, viento y agua, trabajaban para fertilizar la tierra mexica.
Subimos la escalera, nos dirigimos a la entrada: nos acercamos al fragor de la calle. Al salir, un chubasco pertinaz nos recuerda que el viento de Ehécatl y la lluvia de Tláloc aún barren la tierra del México que heredamos.