A pesar de ser odiosas, las comparaciones pueden ser fuente de aprendizaje e ilustración. Confrontar los dichos presidenciales, sobre economía y política económica, con los de muchos de sus pares en el mundo nos remite a un país mal gobernado por gobernantes fuera de foco quienes, además, se esmeran en soslayar cualquier lección que sobre su quehacer puedan propalar otros gobiernos.
Se trata de una negación so capa de una originalidad que nadie ha pedido. Como si por esta vía se pudieran exorcizar los espectros de un estancamiento que se despliega en el tiempo y corroe el territorio, hasta reproducir sin fecha de término la arcana imagen de los dos Méxicos, que ahora se instala en prácticamente todas las ciudades del país.
Cada urbe tiene su ‘sur’ y ahora se ha exacerbado por el empobrecimiento relativo de la población urbana como consecuencia de la caída de su ingreso corriente, en especial de su componente laboral. La también relativa, muy relativa, mejoría en los ingresos rurales de que nos habla la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares del Inegi, no corrige la tendencia dominante al deterioro general de la población, como tampoco lo hará la absurda digestión de la mal llamada consulta popular del domingo pasado. De democracia, participativa o galáctica, no se come y es precisamente de esto, del hambre y las mil dificultades para saciarla que encaran millones de mexicanos, de lo que hay que hablar; de hecho, solucionar.
Por mal que nos pese, hemos topado con el subdesarrollo en la peor de sus facetas; la combinación de progreso y modernidad con pobreza de masas, con la que inauguramos el siglo XXI, ahora se ha volcado en unos escenarios lúgubres poblados de desesperanza y, tal vez, encono, ira sin posibilidad de ser encauzada por la política. Más que de una encrucijada tendríamos que hablar de un callejón sin salida y sin luz.
Poco sabemos de cómo se vive una circunstancia ‘pospandémica’. Sospechamos que nada volverá a ser como ayer, porque además la amenaza a la salud se ha vuelto también endémica. Pero, también, queremos imaginar un horizonte poblado de esperanza; alcanzar mejorías graduales y graduadas, como no las ha tenido el país ya por demasiadas décadas. Por ello, entre las primeras tareas de los gobernantes debería estar el reconocimiento de que desde este páramo no hay futuro imaginable, que urge cambiar de inmediato un presente que, para colmo, a no pocos les parece que se ha tornado ya ‘autoritario’. Equivalente a la práctica desaparición de la política como actividad colectiva y libre, democrática.
Desandar el camino de una política económica desmemoriada, siempre de bruces ante los dictados de la más convencional de las recetas, debería ser misión inmediata de la nueva legislatura; sometido el Ejecutivo a sus propias y miopes premisas, la recuperación tendrá que ser obra de las cámaras y, desde luego, de la opinión cultivada e ilustrada a la que poco o ningún caso se hizo en los momentos cruciales del desplome de 2020. Los primeros pasos tendrían que darlos el gobierno federal con su flamante secretario de Hacienda quien, sin embargo, a lo que se dedica es a hacer actos de fe en la austeridad fiscal y las virtudes de la frugalidad tributaria.
Pensar el país y su economía como proceso que se desenvuelve aprovechando oportunidades y creando capacidades productivas y, sobre todo humanas, no sólo es posible sino vital. Es en estos actos de la voluntad donde la democracia y el ingenio político también podrán probarse actos creativos de una nueva convivencia. Más allá de esta encrucijada del diablo en la que nos hemos metido.