El crecimiento económico ha dejado de ser opción. Es empresa urgente, acción inmediata de la sociedad y del Estado, tarea existencial.
Si las economías del mundo están tratando de ‘capotear’ lo mejor posible los efectos de la guerra, que son muchos e imprevisibles, entre nosotros la opción ha sido ‘dejar pasar’; no acusar recibo de las estimaciones de la mala trayectoria de nuestra economía hechas por diversas instituciones, desde el FMI, la OCDE, el Banco Mundial, la Unión de Bancos Suizos o el Bank of America, hasta el Banco de México que en su informe trimestral correspondiente a octubre-diciembre apunta que para este año se prevé un crecimiento del PIB de entre 1.6 por ciento y 3.2 por ciento, con una estimación puntual de 2.4 por ciento, y la misma Secretaría de Hacienda que, de acuerdo con los Pre-Criterios Generales de Política Económica 2023, “recortó en 7 décimas el crecimiento esperado para 2022 a 3.4 por ciento (…) (debido a) los impactos persistentes de la pandemia en los desbalances entre oferta y demanda, y el escalamiento del conflicto geopolítico entre Rusia y Ucrania, han obligado a los países a ajustar sus expectativas de crecimiento”. (Felipe Gazcón, El Financiero, 4/04/22).
Tomemos nota de nuestros números: en 2020, la economía cayó 8.2 por ciento; creció 5.3 por ciento en 2021 y este año aumentará su producto en 2.8 por ciento. Los porcentajes del mundo indican que en 2020 declinó 3.1 por ciento, se recuperó en 2021 al llegar a 5.9 por ciento y se espera que este año se ubique en 4.4 por ciento. Si hacemos una operación aritmética sencilla veremos que nuestra economía cayó, en 2020, más del doble que el descenso del mundo; en 2021, crecimos seis décimos menos y en 2022 nuestro crecimiento estimado será de 2.8 por ciento comparado con un 4.4 por ciento que se ha considerado para el planeta.
Malas noticias, sobre todo si hacemos un esfuerzo de imaginación sociológica para tener alguna idea del sufrimiento y la ansiedad que el desplome ha significado para millones de mexicanos. Y no solo de las carencias materiales, resentidas por muchos, sino de los daños mentales, resumidos ahora por el vocablo depresión.
Mala economía. Peor empleo. Escasez de bienes indispensables, ruptura de canales y cadenas productivas y de valor, nos llevan a pensar en males económicos mayores que recuerdan los espectros del estancamiento que el profesor Hansen bautizó en los años treinta como “secular”, y que en el presente el economista Larry Summers ha sugerido como escenarios probables para las economías más avanzadas. Por no referirnos a las nuestras, reconvertidas en alto grado como las añejas formaciones sociales ‘espejo’, férreamente atadas a la economía global y sus líderes.
¿Es posible plantear(nos) con sensatez, salir al paso de tan ominosas tendencias? ¿Es posible que el gobierno ponga su máquina productiva, financiera, de recursos humanos, al servicio de la protección social mayoritaria? ¿Que asuma, como parte de sus tareas y obligaciones, la promoción de la actividad económica, la diversificación de estructuras y capacidades?
Tanto la experiencia mundial como la nuestra, a lo largo del siglo XX y en las primeras coyunturas críticas del actual muestran que, sin el concurso de la economía política, de la política traducida a política económica, los panoramas de parálisis económica, decaimiento y pérdida acelerada de cohesión social, encogimiento democrático y político en general, pueden arrastrar al país a circunstancias destructivas de enorme calado. Decadencia sin auge no es solo una perspectiva lúgubre, es un escenario que se asoma en la medida que las crisis que devastan al mundo y a la especie se apoderan de la escena global.
No hay atajos, salvo el acuerdo que podamos construir entre todos y convertir en realidad mediante la cooperación social y el consenso político. No es una opción más, hay que insistir, sino tarea indispensable para reconocernos de nuevo como somos y como podemos ser, que la pandemia ha evitado y el poder constituido negado con su absurdo solipsismo y el no menos aberrante triunfalismo arrogante. “Es indispensable y urgente el diálogo (…) Ese diálogo puede y debe llevar a coincidencias fundamentales, a un consenso pragmático que conduzca a la acción inaplazable”, afirmaba Raúl Prebisch. (“Transformación y desarrollo. La gran tarea de América Latina”).
Bajo la tormenta actual, es urgente arriesgarse a trazar un nuevo curso para la economía que conlleve a una transformación gradual, pero sostenida, del Estado y de las relaciones sociales primigenias del país.