Desde hace tiempo los días y los trabajos de muchos mexicanos son adversos a toda idea o aspiración de vivir mejor. Sin entrar en mayor detalle, una mayoría piensa que sus hijos no solo no podrán tener los ingresos que ellos han tenido, tampoco podrán acceder a trabajos formales, que cada vez son más escasos, y lo mismo pasa en los ámbitos de la seguridad social y la salud.
Los horizontes que gestan estas circunstancias son hostiles, no permiten mayor despliegue de imaginación, ni de la mínima necesaria, para que cualquier ciudadano se proponga buscar trabajo que mejore sus condiciones. En pocas ocasiones algunos se lanzan a la aventura de la empresa o el negocio, generalmente micro o muy pequeña empresa: aquí sí que al costo que sea. En estas historias no hay saga victoriosa; tampoco memorable, salvo en el ingenio del director polaco Wajda y sus tierras y promesas. Lo que suele haber es festejo minoritario y mucha desazón mayoritaria, con vistas a panoramas desolados donde se cuece lo principal del presente y el futuro laboral de los trabajadores mexicanos.
La cuestión del trabajo, su dimensión propiamente laboral y todo lo relativo a su protección colectiva, que es responsabilidad del Estado, ha estado ya por muchos lustros en hibernación. Luego del empeño echeverrista encabezado por su secretario del Trabajo, Porfirio Muñoz Ledo, estudios, promociones organizativas y sueños revolucionarios entraron en pausa, por así decir, y lo laboral, convertido en pozo de inequidades e iniquidades mil, simplemente pasó al archivo de las ‘palabras que no se dicen’, como le pasó a la política industrial en Estados Unidos (por cierto, también aquí en México).
Ese arcón, con otros más, es un baldón para la democracia mexicana que sigue pugnando por afirmarse y volverse auténtica lingua franca de la política porque ha descubierto que no lo es, por razón de Estado y transformación. Por dogma y mala leche.
Sin ninguna duda, sanar las profundas heridas, como la que encarnan los deudos de los mexicanos desaparecidos, está en primer lugar de nuestra triste agenda mexicana, pero la experiencia histórica comprueba que la riqueza del país depende en muy buena medida de las condiciones de vida de sus ciudadanos. Y éste es, sigue siendo, un gran e injustificable pendiente.
La cuestión social, encabezada por el tema laboral, tiene que ser atendida por los mejores empeños de mexicanos comprometidos con México y su futuro. Hasta ahora no ha ocurrido; más bien se sigue rehuyendo el punto y no se diga el problema. Ahora, al parecer, se confía en que los arreglos del TMEC nos resuelvan el enredo que podrá afectar algunas relaciones industriales decisivas, cuando no estratégicas, para la evolución económica del país.
Los plausibles incrementos al salario mínimo, presentados por el gobierno como su divisa, no son ni pueden ser suficientes. La negociación contractual debe ser protegida y los temas de seguridad y salud ser objeto de la atención asidua por parte de las autoridades responsables.
La tragedia minera parece decirnos lo contrario y antes de quemar en leña verde a uno u otro funcionario sería importante que una comisión plural del Congreso tomara cartas en el asunto. El problema de fondo es que, si no se produce un cambio de rumbo en el mejoramiento de la situación laboral, en la capacitación y en los acuerdos para la productividad, en la inspección permanente y responsable, México seguirá expuesto a desatenciones y abusos.
Hay que dejar de jugar con la salud, el trabajo y la vida de los mexicanos. Aunque esto sea lo que de modo subliminal parece haberse impuesto, apoderándose de muchos ciudadanos que no ven más allá de su impotencia virtual y de distancia. De aquí la necesidad de desplegar algo de Agitprop por parte de partidos y organismos sociales, unificados por el propósito crucial de formar y despertar conciencias y conmover corazones… Antes de que, impelidos por la muerte, se impongan como panorama dominante los mineros y sus espectros.
Desde Coahuila y los pozos carboníferos no hay esperanza ni aliento. Hay que transferírselos desde afuera y proteger a tanto damnificado cuya mera presencia no puede sino avergonzarnos.