Rolando Cordera Campos

Del optimismo a la realidad

Es alentador que los profetas del desastre nacional fruto de una economía frágil, sin palancas ni resortes, hoy se muestren tranquilos.

Interesante, sin duda, el cambio de ánimos registrado estos días respecto del desempeño económico y sus perspectivas; incluso entre voces que han criticado la gestión financiera y, en general económica, del Estado.

Qué bueno que sea así, siempre y cuando las observaciones no se desborden y distorsionen una mirada mayor y, en esa medida necesaria, que ubique el desempeño observado en un contexto de mayor complejidad y mirada larga. Que es, precisamente, lo que no hemos hecho con el cuidado necesario dado nuestro problemático presente y un futuro cargado de señas adversas que, ningún optimismo de ocasión, puede esfumar del horizonte.

Puede ser cierto que las variables maestras del movimiento económico y financiero confluyan en unos panoramas bien distintos de los que solían caracterizar coyunturas de sucesión presidencial como la cercana. Que el endeudamiento esté bajo el férreo control hacendario; que el tipo de cambio se mueva poco y que la inflación esté controlada. En fin, que los ‘fundamentales’ se hayan ‘alineado’ y auguren un abandono de la ‘maldición sexenal’ que hace algunos años documentara y analizara con detalle Jonathan Heath. Así, es alentador que los profetas del desastre nacional fruto de una economía frágil, sin palancas ni resortes, hoy se muestren tranquilos, como lo hizo el domingo el estudioso Luis Rubio en su entrega de Reforma.

Puede ser que los acertijos y trabalenguas de los doctores Levy y López Calva, sobre las estructuras sociales y laborales, sean correctos y la informalidad, estimulada por políticas públicas inadecuadas o de plano erróneas, sea la causa de todos nuestros males; o que la baja productividad sea fruto de la informalidad extrema y que su tamaño y dinámica sean expresión de combinaciones nefastas y no sea la falta de inversión, pública y privada, lo que explique un desempeño económico claramente insatisfactorio, como lo señalan indicadores de primera mano que señalan una informalidad laboral superior al 50 por ciento de la fuerza de trabajo ocupada, y unos coeficientes de pobreza y carencias que, incluso habiéndose reducido, siguen siendo mayúsculos e injustificados, dado el tamaño del aparato productivo.

Podemos y debemos hacer votos porque la maldición no vuelva y que las profecías del apóstol Rogelio refuercen las del Supremo Pontífice. A nadie conviene una crisis financiera, cambiaria e inflacionaria como la de 1982 o 1995, pero, para que en verdad el alineamiento astral se convierta en visión de largo plazo es imprescindible sentar las bases para que el lento crecimiento económico que hemos tenido y las disparidades salariales y laborales que marcan el mundo del trabajo, se modifiquen de raíz.

No bastan los juegos de ingenio de López Calva y Levy que soslayan los decenios de abatimiento de la inversión pública, así como la incapacidad de la privada para subsanar el hueco. Si convenimos en la urgencia de tener un sistema universal de protección social, que sea financiado con impuestos generales y no con cuotas obrero-patronales, necesitamos tener mayor crecimiento lo cual es inconcebible con un Estado fiscalmente pobre.

Para ‘cuidarle las manos al soberano’ primero se necesita que haya un Estado fiscalmente soberano, con un buen sistema de planeación, programación y evaluación. Poca necesidad habría de cuidar las manos a un Estado pobre y amputado.

Más allá de ‘domar’ lo público, como postulaban los profetas del mercado mundial único, requerimos no seguir dando vueltas a la noria de los nefastos recortes al presupuesto e iniciar ya la reforma estatal postergada por demasiado tiempo. Una reforma que debe arrancar con lo fiscal que, en nuestro caso, debe ser recaudatoria a más de redistributiva. Sin asumir esta necesidad y entenderla como reforma nacional y de todos, el pacto por la democracia seguirá siendo epidérmico. Como ha ocurrido a lo largo del siglo y más allá.

No sé cómo podremos recuperar el tiempo perdido, pero para empezar debemos arriesgarnos y reinventar aquel realismo del que presumían sin recato los mandamases del milagro mexicano.

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