Mientras más se acerca el fin de ciclo sexenal, mayores jaloneos, acomodos sorprendentes o sorpresivos, mucho enojo. Es verdad que este cierre no tiene, hasta ahora, gran parecido con aquellos donde la economía solo permitía augurar desastre tras desastre. Los que saben o creen saber, nos dicen que aquella maldición de fin de sexenio que estudiara Jonathan Heath no tiene por qué asolarnos esta vez.
Se actúa como si todo estuviera bajo el control del poder constituido, pero lo cierto es que ni el Ejecutivo ni el Legislativo, ni los partidos, acusan de recibo de las agendas pendientes. Siguen apostando a dejar pasar los temas fundamentales, como si de esa manera esos temas se ‘normalizaran’ como se dice ahora; se contentan con remodelaciones de fachada, omitiendo una y otra vez la reflexión que la gravedad de la circunstancia reclamaría.
Sometidos a las inercias, los actores políticos soslayan los vínculos entre las violencias imperantes, todas bajo la forma del crimen organizado, y la descomposición de nuestra vida pública. Ningún actor político formal parece tener interés en salvarse de esta crítica.
Por más que les pese a algunos, bien instalados en la cúpula del poder constituido, las instituciones políticas y jurídicas son necesarias, imprescindibles. Deberían ser, de hecho, el eje que articulara las discusiones que habrán de acompañar a las campañas presidenciales y por el Congreso de la Unión.
El camino adoptado, del golpeteo descalificador a diestra y siniestra, trátese de organismos constitucionales autónomos, o del Poder Judicial, o de la UNAM, lejos está de asegurar una mejor vida democrática para el futuro. Por el contrario, ese intercambio vulnera lo que hemos podido construir como vida pública con democracia y da combustible a las condiciones que propician los conflictos.
Hasta ahora ha sido clara y transparente la visión del gobierno, que solo admite su misión absoluta. Si bien a estas alturas nadie debería sentirse engañado en cuanto al poco aprecio que para el presidente y los suyos tienen las instituciones, o el Estado de derecho en su conjunto, tenemos que asumir que nuestra convivencia cívica se ha vuelto precaria y darle vigor tendrá que ser tarea primaria del nuevo gobierno, en el Ejecutivo y el Congreso.
Un Presidente atrapado por sus reflejos y referencias políticas, no ve error alguno en su actuación ni en la de sus más cercanos. En este contexto no es casual el tono y el contenido de las baterías discursivas e ideológicas presidenciales. Improperios y descalificaciones han sido la constante y su resultado inevadible es la cancelación de todo asomo de debate político.
A las puertas de una nueva jornada electoral, tenemos que admitir esta situación, inscrita en el corazón de nuestra de por sí compleja y heterogénea economía política. Ni la bravura de los discursos ni el desparpajo impuesto como libertad de los actores y partidos políticos para decir y actuar, puede verse más como un síntoma de salud democrática.
La competencia deriva a seudodebates en los que la confrontación de ideas, programas y principios, es sustituida por los pleitos y la descalificaciones que enturbian la escena y crispan más, como si no tuviéramos suficiente encono, los ánimos.
En tiempos como estos, en que la política democrática se aleja de ser una competencia racional, (re)tomar la propuesta de civilizar el discurso político, quizá no sea mala idea. Ni sugerencia impertinente. Apenas un atisbo de ganas de seguir con vida en medio de tanta tragedia.