Sonya Santos

Ánimas hambrientas

La tradición de los altares del Día de Muertos indica que, además de las fotografías de los difuntos y los adornos, es fundamental ofrecer la comida que les gustaba en vida.

Recuerdo una ocasión que en el colegio donde estudiaban mis hijas en la primaria se nos pidió a los padres de familia que lleváramos alimentos para decorar el Altar de Muertos, con lágrimas de nostalgia en los ojos, compré una lata de duraznos en almíbar y un frasco de cajeta, dos delicias combinadas que a mi abuelo Ernesto le encantaban como postre. Siempre solíamos reírnos juntos, bromeando: “¿No te basta con el dulzor del almíbar de la fruta?”.

La tradición de los altares indica que, además de las fotografías de los difuntos y los adornos que los decoran, es fundamental ofrecer la comida que les gustaba a las almas peregrinas que ese día descienden a la tierra.

El Día de Muertos es una festividad representativa de la cultura mexicana, cuyo origen no se encuentra directamente en ceremonias prehispánicas ni en una simple fusión con el catolicismo, como se suele pensar, sin embargo, en excavaciones arqueológicas se han encontrado evidencias de la veneración de los muertos entre nuestras diferentes culturas, información que también se refleja en los códices que documentan sus prácticas.

En realidad, las festividades del 1 y 2 de noviembre fueron establecidas por la Iglesia católica en la Europa medieval. El Día de Todos los Santos, el Papa Bonifacio IV lo estableció el 13 de mayo del año 609, después, el Papa Gregorio III trasladó la celebración al 1 de noviembre en el siglo siguiente.

Esta fecha coincidió con el Samhain, 31 de octubre, la celebración celta que marcaba el fin de las cosechas y se creía que permitía a los muertos visitar a los vivos, una festividad que se considera el origen de Halloween.

El Día de los Fieles Difuntos, celebrado el 2 de noviembre, se originó en el año 998 cuando el monje benedictino francés, San Odilón, de la abadía de Cluny, lo instituyó como el día para orar por las almas en el Purgatorio.

La conquista española llevó estas celebraciones a México, donde los frailes franciscanos implementaron las prácticas en comunidades indígenas. Aunque la Iglesia intentó erradicar las costumbres ancestrales, estas se integraron a la celebración cristiana, dando origen a una festividad única: el Día de Muertos.

Con el tiempo, el Día de Muertos se transformó en una festividad social que incluye altares adornados con flores de cempasúchil, incienso y fotografías, siendo la comida un elemento fundamental: las familias colocan ofrendas de los platillos favoritos de los difuntos, con la creencia de que sus almas regresan para disfrutar de los sabores que en vida les gustaban. Entre los elementos más emblemáticos se encuentra el pan de muerto, cuya forma redondeada y decoración simbolizan el ciclo de la vida y la muerte. Las frutas, como naranjas y guayabas, que purifican el ambiente del altar, además de comidas tradicionales como mole y tamales que representan el mestizaje. Las calaveritas de azúcar y las bebidas como agua, pulque y tequila, completan estas ofrendas, simbolizando el acompañamiento espiritual en el viaje de regreso. En conjunto establecen un diálogo lleno de amor y respeto entre los vivos y los muertos, preservando la memoria y la riqueza de la cultura mexicana.

Durante el siglo XIX, la costumbre de visitar panteones y hacer altares en las tumbas se popularizó, especialmente tras la separación entre Iglesia y Estado promovida por Benito Juárez, que permitió la secularización de los cementerios.

Hoy en día, el Día de Muertos no solo honra a los difuntos, sino que se celebra con color y simbolismo, integrando elementos de la tradición indígena y católica. Este jubileo es un ejemplo notable de la capacidad de adaptación cultural en México, reflejando un profundo respeto por el ciclo de la muerte y donde se ofrecen las delicias para la eternidad que podrán portar en su viaje las ánimas hambrientas.

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